martes, 16 de septiembre de 2008

Sexo, mentiras y cintas de video

Espero que se me excuse, pero creo conveniente para esta entrada un poco de soporte audiovisual. Recuerdo perfectamente mi promesa de exponer aquí únicamente los productos de mi propio tracto mental pero, como era de esperar, requiero para ciertos temas de peso la ayuda de entelequias más poderosas y elocuentes que la mía. En este caso, sazono toda esta paranoia con un fragmento de esa excelente película que es Esencia de mujer. Bueno, allá va:



Cuán sabias las palabras del teniente coronel Slate, y cuán terribles en su sabiduría. Pocas veces me he encontrado con una declaración tan brutalmente sincera acerca del atractivo erótico, y en general de la faceta venérea de la vida. Con pocas y medidas palabras, el genial personaje al que da vida el maestro Pacino (y por el cuál fue merecidamente premiado con el Oscar) hace revivir en la mente de su auditorio todo el complejo entramado sentimental de las relaciones carnales: la abrasadora pasión, el deseo de tocar y ser tocado, la ternura, la exquisita complicidad de dos cuerpos unidos por puentes vivientes de pasión y confianza. Dulcísimos recuerdos que, sin embargo, pueden tornarse bilis en determinadas circunstancias.

Yo, al igual que el citado Slate, soy un enamorado de la feminidad erótica, su encarnación y también su esencia. Nunca he sido indiferente a la dolorosa belleza de curvas y calidez del cuerpo femenino, ni a la implacable lógica emocional de su psique. A mis ojos, la mujer es un ser lumínico, sobrenatural. Comprendo perfectamente qué llevó a los primeros hombres a adoptar el matriarcado y ensalzar como divinidades protectoras a gigantescas representaciones de la fertilidad, mucho antes de la inversión de valores que hizo del falo símbolo de poder, encarnado en varas y cetros de mando diversos, y en obeliscos monumentales penetrando horizonte y cielo indolentes. Sigo sintiendo esa humildad frente a su presencia, fruto de su arrebatadora maravillosidad.

Y sin embargo, me he encontrado últimamente con muchas personas, hombres y mujeres, que padecen una curiosa neurosis frente a esta faceta de las relaciones interpersonales. Son individuos que me resultan harto curiosos, y que me han hecho pensar profundamente sobre determinados temas. Dicen ellos amar, pero no sienten ninguna necesidad de demostrarlo carnalmente: se sitúan frente al tema desde una óptica absolutamente psíquica, olvidando que la base de una relación sana es la absoluta confianza mutua, que implica siempre una desnudez completa frente al otro, mental pero también física. Incluso validando su concepción, no se puede negar que la mente, además del motor inteligente, es el más grande órgano sexual que poseemos, el que nos permite convertir determinados instantes de nuestra vida en momentos estética y sensualmente bellos. No estoy negando su capacidad de entablar una relación profunda con otro, pero les compadezco por no poder permitirse a sí mismos hacerlo con la máxima amplitud que la realidad les permite.

Encuentro varias causas posibles al tabú de estos seres, y la que se erige como principal culpable es la pornografía. Es un término interesante, de los pocos que ha conseguido disfrazar con el tiempo su propio significado, hasta adoptar otras formas en el imaginario popular. Básicamente, pornografiar es exhibir algo de forma obscena y desagradable. Así, por ejemplo, el llanto histérico de alguien que muestra desaforadamente su luto es la pornografía de su dolor. Si seguimos este patrón de significados, la pornografía sexual es la deformación paródica del contacto humano físico. Y necesita ser así para autoperpetuarse. En una sociedad que aún muestra lastres de su pasado victoriano, hipócrita, donde una ignorancia y un pudor fatalmente interpretado nublan el tema, mostrar algo de forma oscura y mórbida es la mejor manera de convertirlo en rentable, aunque eso signifique malograr o incluso aniquilar la percepción de lo real de sus consumidores. Y es que está dentro de la naturaleza del hombre, para él lo prohibido es siempre lo más fascinante. Este acto de magia negra parasimpática lleva a dos caminos: aliena a sus víctimas hasta convertirlas en adictas al morbo y a formas de cópula desprovistas de toda belleza y ternura; o lo que es aún peor, en personas inseguras de su propia sexualidad, víctimas de una ignorancia temerosa rayana en el miedo cerval, a las que les costará toda la ayuda del mundo desenladrillar ese muro en sus corazones. Hay, por supuesto, muchos otros factores a tener en cuenta a la hora de desentrañar el origen del miedo al sexo, como la a día de hoy absurda guerra de géneros, que ya consiste básicamente en ver quién cae mas bajo, o las siempre presentes historias para no dormir sobre roturas de corazones, violaciones, embarazos inoportunos o brutalidad sentimental, pero creo estar en posesión de la verdad cuando digo que ha sido la pornografía la autora de un robo tan audaz como es el de extirpar de la conciencia colectiva de la humanidad la capacidad de acercarse de forma sana e informada al que posiblemente sea el mayor placer terrenal que podemos permitirnos.

Sin embargo, por más que me convenza insistentemente a mí mismo de la solidez de todos estos argumentos, sigo albergando una gran duda. Y es que, habiendo trabado amistad e intimidad con estas personas de las que hablo, no he podido más que darme cuenta de que poseen una enorme capacidad para ofrecer afecto y comprensión sólidos, para hacerle sentir a uno integrado y cómplice en una maravillosa comunidad. Amado, en definitiva. Y todos esos son talentos que yo no poseo en ningún grado.

De ahí proviene la amargura que impregnaba el primer párrafo. Es duro darse cuenta de que tanta disertación es solo eso, pura especulación teórica sin ningún viso de presencia real. Hablo de estafadores, hipócritas y mentirosos, cuando soy el mayor de ellos: quien, vendiendo bonitas ideas sobre un tema que le es ajeno, nunca se ha aceptado a sí mismo ni se ha dado sinceramente a los demás. Quien guardando todo el cúmulo de sus sentimientos encerrados en su pecho ha conseguido que se agosten, que fermenten hasta ser algo cáustico y desagradable y que debe aislar a toda costa. ¿De qué me vale obtener mediante observación una verdad, si ésta es inútil? Al final he sido yo el aleccionado. Sí, añoro el roce de otro cuerpo en mi alcoba, pero sé que no lo tendré, y lo merezco así por mi egoísmo, por querer obtener algo sin poder ofrecer nada a cambio. Estoy yermo, para eso e incluso para lo más básico.

En última instancia, hay una manera inequívoca de demostrar que todo este texto ha sido inútil: solo hay dos sílabas que valga la pena escuchar, ¿verdad, coronel? Me he pasado de largo de esa cuenta.