domingo, 30 de noviembre de 2008

El dilema del erizo

Probablemente, los frikis de mi generación con algo de memoria histórica, y también los psicólogos o proyectos de tal, ya deben estar tirándose horrorizados de los pelos tras leer el título de esta entrada. Y no es para menos: estoy plagiando por todo el morro el título de uno de los capítulos más extraños de una de las series más extrañas con que los extraños japoneses nos han regalado los ojos, Evangelion. También es una de esas tronchantes parábolas enunciadas por el amigo Freud, pero no es tan bonita ni tiene dibujitos, así que nada. La reacción de estas personas se debe con toda seguridad a su previsión de que el texto a continuación será una sarta de lamentos al más puro estilo del protagonista de tal serie. Y quizá lo sea, pero quiero creer con todas mis fuerzas que aún no he caído a esos abismos de autismo en que vive perpetuamente el capullo de Shinji. Tan solo estoy perdiendo poco a poco la razón. Como si alguna vez hubiese tenido demasiada, ja-ja-ja.

Desde que tengo 16 años me gusta pensar que me he convertido en una constante del universo, un sujeto inmutable principalmente por los logros que he conseguido para conmigo mismo y siempre he tenido la voluntad de conservar. Y no hablo de elección de aficiones ni demás elementos frívolos de mi personalidad, que también, sino sobre todo de mi forma de ser y mi política a la hora de moverme por el mundo. Soy una persona sosegada, y admito que me gusta serlo. Muchas veces me han tomado por un buenazo, e incluso hay gente que cree que soy incapaz de cualquier tipo de violencia. Evito siempre que sea posible conflictos de cualquier índole, y trato de mostrar en todo momento mi cara más amable frente a los demás, esforzándome por ser al menos un individuo del cual no intuyan amenaza alguna. Quizá mi rasgo más característico, para eterno pesar de aquellos amigos que malgastan su tiempo en preocuparse por alguien así, es que guardo mis penas y mis iras e intento aniquilarlas por mis medios, a ser posible en privado y lejos de toda mirada curiosa. Eso soy yo, y creo que no me va mal.

Pero, ¿soy yo eso DE VERDAD?

Últimamente, mi vida es más azarosa de lo que debería. Por encima de todo, la situación con mi padre comienza a hacerse insostenible, y cada día es una nueva discusión. Y el tiempo me pasa ahora la factura. Creía que era lo suficientemente fuerte como para aguantar cualquier cosa, los malos rollos, la falta de alimentos, de organización, la suciedad, la dejadez, la soledad, la intrusión de personas extrañas y no muy de fiar en mi propia casa… desde que esto empezó he seguido mi naturaleza y he callado siempre que he podido, evitando conflictos y siendo tolerante hasta la idiotez. No voy a poder seguir así por mucho tiempo. Y no sé exactamente qué me está conduciendo a negar mi ser en esta situación: pudiera ser falta de apoyo por parte de mi entorno más cercano y consanguíneo en un momento complejo de mi vida, pero lo dudo mucho, puesto que nunca me he apoyado demasiado en la familia. Lo más probable es que estos últimos días sean la gota que haya desbordado un vaso que lleva llenándose cuatro años. Pero eso no es lo importante, o al menos no lo que me preocupa y me lleva a escribir esto. La consecuencia práctica de toda la situación es que de un tiempo a esta parte vivo perpetuamente airado, y aquí comienza la paradoja.

La debacle de furia que es mi día a día comienza a írseme de las manos, y observo con estupor como cualquiera puede ser blanco de mis sentimientos excesivos. Hará relativamente poco tiempo, estuve a punto de volcar mi enfado en mis queridos amigos, a los que respeto y amo tiernamente, por una tontería puramente egoísta. Sentí ese fuego interior alimentando deseos de aplastarlos bajo mi bota y sumirlos en la miseria para no sufrir solo. Motivado únicamente por una chiquillada que cualquier persona ni se molestaría en disculpar por lo minúsculo de su importancia. Afortunadamente, logré contenerme, y solo parecí distante para los menos observadores, o inquieto o preocupado para aquellos que me conocen mejor.

Desde ese suceso, no he dejado de darle vueltas a la primera sensación que me asaltó en cuanto logré domeñarme del todo. El Horror. Un temor cerval, supino, inconmensurable, motivado únicamente por el hecho de haber estado a punto de herir a alguien. Algo parecido a aquello que siempre he dicho sobre las relaciones sentimentales: que, en caso de fracasar, mi mayor miedo no es tanto el dolor que pueda sufrir sino el que pueda causar en el otro. Me he dado cuenta de que tengo una fortísima pulsión por parecer una persona “aséptica”, incapaz de dañar bajo ninguna circunstancia posible. Y, qué curioso descubrimiento, resulta que mi forma de ser es la mejor para tal mascarada.

No dejo de preguntármelo. ¿Cuál es el auténtico Cabeza de Hierro? Ahora mismo pugno por mantener encerrado algo que quizá es más vetusto de lo que imagino. ¿Quién lo encierra? ¿Soy yo? ¿O soy el encerrado? Quizá yo sea ese monstruo, de quitinoso caparazón endurecido por la ira y el despecho, que pugna por liberarse de unas cadenas forjadas en el temor de no ser socialmente aceptado, de vivir siendo odiado, alejado del amor de otros. No hay explicación más lógica para justificar mi forma de ser, o a estas alturas ya debería decir mi disfraz. Normalmente, el colega Kant correría en mi auxilio: “el imperativo moral no consiste en hacer el bien por disposición, sino por deber”. No le digo que no, faltaría más. Pero, por otra parte, ya se sabe lo duro que llega a ser luchar contra la propia naturaleza, y los hechos recientes apuntan a que es una lid que no puedo ganar por más bríos que ponga. Tampoco me gustaría corroborar que he vivido los mejores años de mi vida inmerso en una mentira, por muy correctamente autoimpuesta que sea.

Y en estas diatribas estoy, mientras desciendo el pozo de la locura. No esperaba fallarme a mí mismo, y menos en una cosa tan básica como la propia identidad. Por amor del cielo, si hasta parezco el protagonista de una novelucha cyberpunk de pacotilla cualquiera. Con lo a gusto que estaba siendo una constante universal…

En fin, comenzad a guardar el recuerdo que tenéis de mí. Quizá cuando volvamos a encontrarnos no sea yo. O sí lo sea, y eso sea lo trágico.



PD: Ah, no os molestéis en hablar de esto conmigo. Negaré haberlo escrito no importa las veces que insistáis.