jueves, 24 de julio de 2008

La importancia de llamarse…

Quizá alguna de las gentes que se ha pasado por aquí haya tenido la duda de por qué firmo los textos bajo el nom-de-plume de Cabeza de Hierro. Como todos los seudónimos que he usado para moverme por la anónima Internet, éste tiene su significado especial y concreto.

Mi nick es en referencia a uno de los personajes de La Casta de los Metabarones, fenomenal novela gráfica firmada por Alejandro Jodorowsky como guionista y Juan Giménez como ilustrador. Desde hace años que profeso una gran admiración hacia Jodorowsky como filósofo, humanista y psicomago, e intento seguir toda su obra en los múltiples campos que toca: literatura, comic, cine y teatro. Durante mucho tiempo ambicioné hacerme con este comic, surgido a partir de uno de los personajes de El Incal, también de Jodorowsky y con dibujos del gran Moebius, pero la edición en tomos que hizo Norma en su día era extremadamente difícil de encontrar: de hecho, solo la ví compilada en un único pack en una tienda especializada de Madrid, justo tras un Salón del Comic que me había dejado pelado de pasta. No fue hasta hace varios meses que me enteré de su reedición por la editorial Mondadori en tomo integral, compilando toda la saga, y raudo me lancé a comprarla y a disfrutar su lectura.

En sus páginas encontré a Cabeza de Hierro, uno de los metabarones, un tecnoguerrero invencible heredero de toda una saga de hombres de armas famosos por su destreza en la lucha. Su padre y anterior metabarón, Agnar, sufrió junto con su esposa Oda un percance durante una explosión en una de sus misiones, tiempo antes siquiera de que su vástago fuese engendrado. De esa difícil situación los salvó la madre de Agnar, Honorata, una monja-puta poseedora de poderes místicos. El metabarón logró recomponerse de sus heridas, pero no así su amada, cuyo cuerpo y alma habían sido severamente castigados. Apenada por el dolor de su hijo, Honorata decidió intentar un remedio, y le dijo que intentaría salvar a Oda, aunque el proceso era tan complicado que tras él necesitaría descansar varios años sin tener contacto con nadie en absoluto. Agnar accedió, y la magia de su madre surtió efecto, pudiéndose reunir presto con su esposa. Honorata se aisló como dijo que haría, saludando tan solo a su hijo desde una lejana ventana todas las noches antes de la cena, y en los años que pasaron Agnar fecundó a Oda, comenzando a gestarse quien sería su heredero.

Pero cuando el parto era ya inminente, Agnar, presa de añoranza maternal, hizo un horrible descubrimiento: quien le saludaba desde aquella ventana no era su madre, sino el cadáver de ella, animado cada noche a la misma hora gracias a un robot a su espalda. Esto le reveló que en el cuerpo de su amada no habitaba ya el alma de su querida Oda, sino el de la mismísima Honorata. Asqueado por el incesto que había cometido, fue raudo a ver a aquella con quien había compartido lecho, solo para comprobar que el fruto de sus amores contra natura ya había nacido. Enloquecido ante la semilla hecha carne de su propia culpa, Agnar le voló al bebé la cabeza con una de sus armas, y se fue del hogar para convertirse en un mercenario, vendiéndose al mejor postor.

Sin embargo, el cuerpo del bebé sobrevivió unido a una máquina de soporte vital, y su madre-abuela le fabricó una cabeza de metal para que adquiriese de nuevo su perdida autonomía. El niño creció y se entrenó en las artes de lucha metabarónicas, superando todas las pruebas que la tradición de la saga le exigía, salvo la última: derrotar y matar en batalla al anterior metabarón, su padre, para ganarse definitivamente el título. Acudió a la batalla acompañado de Oda-Honorata, que no se separó de su hijo durante toda la lid. Tras batallar largo y tendido, cuando Agnar parecía tener ya la victoria en su mano, Cabeza de Hierro toma a su madre-abuela y la usa de escudo frente a su padre, demostrándole al impotente metabarón que realmente seguía amando a aquel ser, tanto en calidad de madre como de esposa. Esto le concedió la victoria a su hijo, que asesinó a ambos progenitores durante su último abrazo y se convirtió por fin en metabarón.

Careciendo de cabeza humana, y por tanto de cualquier sentimiento y moral, Cabeza de Hierro devino un mercenario más brutal aún que su padre, matando a cualquier ser cuyo asesinato le reportase dinero. Su vida, sin embargo, se cruzó con la de doña Vicenta Gabriela de Rokha, hija del gobernante de un pequeño país muy atrasado tecnológicamente. Ambicionó a esa mujer, pero ella rechazó sus propuestas, principalmente por el hecho de que él fue el asesino de su padre. Desesperado y rabioso por no conseguir por primera vez lo que deseaba, Cabeza de Hierro decidió hacer lo impensable: buscar al último poeta que quedaba en el universo, Zaran Krleza, el único ser que podía iniciarle en los misterios del amor y así conquistar de manera definitiva el corazón de la mujer. Cuando lo encontró, de Krleza sólo quedaba la cabeza, y viéndose ambos como dos seres incompletos que juntos podían formar una unidad perfecta y armoniosa, Cabeza de Hierro se quitó el artilugio que le daba nombre para colocarse la cabeza del poeta, creando así un nuevo ser de la nada: Melmoth, tan poderoso en la batalla como elocuente hablando del amor y sensible como el más divino de los rimadores. Sin duda el más grande de los metabarones que desfilan por la saga, cuyo rostro es el que me representa en el perfil del blog.

Las vicisitudes de Melmoth, y también de Cabeza de Hierro (mala hierba nunca muere), continúan por supuesto mucho mas allá de este punto, afectando a los destinos de doña Vicenta, su hija la andrógina Aghora e incluso su nieto, Sin Nombre. Sin embargo, no lo narraré aquí, para no spoilear (aún más) la trama de un comic que recomiendo encarecidamente, y también porque ahí concluye la parte de la historia que me interesa para justificar, en forma de fábula, mi adopción de ese nombre en el blog.

Y es que, leyendo la evolución del personaje, me sentí reflejado de forma tan exacta como nunca antes había sentido. Allí estaba todo, el engaño de los padres entre ellos, la ira parricida del hijo, su vacío emocional… Cabeza de Hierro me hacía guiños constantemente, incluso cuando se transfiguró en Melmoth, haciéndome ver que también hay esperanza para un ser como yo. Él quería a doña Vicenta, y para ello tuvo que iniciarse en el amor: yo también ambiciono eso, pero voy más allá. Quiero aprender de todos los campos que importan, avanzar en mi propio camino, conocer cuál siguen las almas cercanas a mí. Ser sabio, un erudito; una persona digna del propio título de persona. Sin embargo, a diferencia de él, no puedo permitirme el lujo de escindir mi cabeza y sustituirla por otra nueva y mejor. La necesito para vivir, menudo estropicio que haría si me rebanase el cuello. Por eso precisamente cogí su nombre: porque aunque no puedo dar mi cabeza física, sí puedo dar su interior, sus flores y cardos virtuales, y llenar el hueco con las impresiones de los lectores sobre ellas, aprender, iniciarme en un mundo nuevo de conceptos externos. De hecho, así le gano por la manga al mismísimo Melmoth, puesto que una metamorfosis similar se da en quien se desprende de sus impresiones para meditar mis entradas. Me gusta pensar que no soy el único que está haciendo algo con esta página, que cualquiera que entre aquí pueda coger lo poco bueno que he ofertado ofrecerle, y a cambio me deje las mieles que estime justas y necesarias. Establecer, como diría el arriba citado Jodorowsky, padre de la criatura, un diálogo paritario entre corazones, de misterio a misterio, superando el mero texto.

Seas quien seas, si lees esto ya lo sabes: me gustaría andar junto a ti el camino hacia un mañana mejor.

martes, 22 de julio de 2008

Credo

He visto a Dios, y es una pantalla blanca gigantesca. Como buen ser todopoderoso que se precie, posee el don de la omnipresencia: puede encontrársele en todas y cada una de sus iglesias. Son recintos curiosos, espaciosos y de techo alto, que albergan un gran patio de butacas y esconden un proyector en la pared del fondo, desde donde se derraman imágenes y sonidos a la superficie de Dios como ofrenda de sus muchos fieles, que asisten sobrecogidos al portento. Estos recintos se enfrentan, sin embargo, a muchos de los problemas comunes a otros lugares sagrados. Principalmente, que suelen estar más llenos de herejes que de creyentes.

Desde pequeño he ido a esos lugares. A decir verdad, los prefería a aquellos otros templos tan siniestros, llenos de alegorías sobre tortura y muerte humillante. Cada visita a ver al Dios plano y blanco era algo delicioso, cada oración escénica una experiencia revitalizante. Salía de allí un poco más feliz de lo que entré, con más ganas de vivir, sueños, ilusiones, fantasías e ideas, lo cual es sin duda el objetivo último de cualquier religión. O debería serlo.

Durante muchísimo tiempo, creí que yo era el único que había descubierto la divinidad de la pantalla, pero hace poco comprendí que me equivocaba. Sucedió durante la última Mostra de Cine de València, a la que fui acompañado de una de las mejores personas que he conocido sobre la Tierra, dispuestos ambos a ver dos clásicos indiscutibles de la filmografía universal: Casablanca y El séptimo sello. Durante la primera proyección, la de la obra maestra de Michael Curtiz, la mítica cinta que consolidó la leyenda de Humpfrey Bogart tras su impresionante despegue en la no menos mítica El halcón maltés, por supuesto disfrutamos del espectáculo. Como muchos de los otros asistentes a la proyección seguramente, ambos habíamos visto y revisto hasta la saciedad la hora y media de metraje. Eso no bastó para detenernos: la sala entera arrancó en fervorosos aplausos, una vez concluido su tan famoso final. Contentos y maravillados, corrimos a la siguiente sala para contemplar el segundo plato de nuestro doblete.

Con El séptimo sello nos pasaba como con la anterior película, habíamos visionado la obra de Ingmar Bergman un buen puñado de veces. Carajo, hasta sabíamos algunos diálogos en sueco de memoria (V.O.S. siempre, amigos míos, siempre). Comenzó la película, y tanto mi amigo como yo, y pondría la mano al fuego a que el resto de la sala, por sus sonidos de aprobación, disfrutamos de todas y cada una de las escenas. Hasta llegar al final. Todo el que la haya visto sabe qué tipo de final es, uno de esos que no puede por fuerza dejar indiferente a nadie. El metraje acabó, las luces se encendieron, y la pantalla blanca, el cuerpo de Dios, se expuso impertérrito ante los fieles. Durante un instante que pareció una eternidad, ninguno de los presentes osó levantarse de su butaca. Se hizo un silencio grave, espeso, que envolvió toda la sala con su asfixiante presión. Devoción, me dije, esto es absoluta y perfecta adoración. Fe.

Acabado el éxtasis, la gente comenzó a levantarse, y mi colega y yo aprovechamos para marchar de ahí. Contrariamente a nuestra costumbre, más que comentar las virtudes del arte y las historias que habíamos contemplado, nos dedicamos a maravillarnos sobre esa muestra de fervor de la que habíamos sido partícipes. Y así supe que no había estado solo en el mundo.

Hoy he ido de nuevo a uno de estos templos. Pero, a pesar de haber visto con mis propios ojos a la divinidad blancaplanagrande, hace mucho tiempo que he dejado de confiar en deidades. Ahora tan solo estudio sus fascinantes rezos. El pasado verano tuve la primera oportunidad de estar detrás de la cámara, controlando mi minúscula contribución al arte que amo, el más completo de todos, con un microcorto del que soy responsable en guión, dirección y montaje. Como siempre debería ser. Esa experiencia me hizo ver lo obvio, me decidió por fin: quiero dedicar mi vida, mi ser y mis obras al cine. Se lo debo, por hacer de mí, en parte, la persona que soy ahora.

Y es que creer en dioses es la mayor de las locuras. Lo único que conseguimos así es renunciar a nuestra propia divinidad. Como los poetas, que roban el poder creador para reconstruir la realidad según sus versos, quiero hacer de este mundo algo distinto de lo que es por la mera presencia de mi progenie audiovisual. No me entendáis mal, por favor, no busco gloria ni reconocimientos, ni siquiera mi provecho financiero. Como dijo el divino Orson Welles, “trabajar para ser recordado es casi tan vulgar como hacerlo por dinero”.

Espero poder conseguirlo, algún día.

viernes, 18 de julio de 2008

De líquidos espesos

Sangre. Líquido primordial. Agua rubí sustentadora de vida. Es bello tu color, tu correr incansable por el cuerpo, tu textura tirante y resistente cuando coagulas, tu sabor metálico en el paladar. Es admirable tu función, nutriendo a todo ser para que siga haciendo su voluntad sobre este mundo. Alabada seas ahora y hasta el día en que me abandones y acabe mi tiempo.

En algunas de las cosas mas sublimes de la vida interviene la sangre. Cualquier pacto es mejor si se sella con ella. Los hermanos mas empáticos son los unidos por ella, real o metafóricamente. Ahí está cuando se abre la flor de una virgen, y cuando se ha acabado por fin con un enemigo odiado. La bolsa de plasma que puede salvarte la vida la contiene, igual que porta la satisfacción de quien la donó. Las películas de terror que más valen la pena son aquellas en que un hilillo suyo corre por la barbilla del conde vampiro.

Y pese a todo, también puede ser terrorífica. Porque es vinculante, una herencia, que une de manera irremisible a toda una dinastía mediante el vínculo más sagrado que existe, el de la creación de nueva vida. Y como bien saben quienes han tenido contacto personal conmigo, no destilo precisamente amor hacia mis progenitores. Mi madre, neurótica y tozuda, creyéndose poseedora del lujo de no tener que escuchar nunca a nadie porque posee toda verdad, y aficionada a ver conspiraciones contra sí en cualquier sombra. Mi padre, el corneador supremo, que se comporta cual colegial y pierde la cabeza por las faldas de la primera mujer dispuesta a complacer sus deseos con sumisión total, completamente despojado ya de toda honra y credibilidad, Belcebú de pacotilla regente de un infierno domiciliario. Soy producto de su herencia por carne y, para rematar la faena, también por educación. El resto de mis familiares vivos no son mejores, y de forma curiosa a todos aquellos que apreciaba ya se los llevó la Parca, tras un último hálito vegetal gracias al maldito alzheimer. Sí, un panorama halagador.

Mi sangre me quema en las venas, mezcla de los repulsivos efluvios de ambos. Su canto me dice que soy poseedor de sus mismas faltas. A penas puedo ocultar mi asco y mi preocupación cuando me pongo a pensar en ello. Si no la he dejado escapar de mí es porque creo que tengo el suficiente valor para seguir viviendo, o quizá demasiada cobardía para enfrentar ya a la muerte. Nunca me he parado a reflexionar sobre eso último, es posible que si lo hiciese enloquecería ya del todo.

Creo que de ahí viene mi entusiasmo antropocéntrico. La creencia en la supremacía del hombre ideal, y el sometimiento de la naturaleza ante sí, puede que escondan el deseo de escapar de mi condición de vástago de mis creadores. Y es la única esperanza digna que tengo. Si no confío en que, con voluntad, conocimiento y determinación puedo forjar una forma de ser distinta y más elevada al carácter que me viene dado, ¿en qué he de creer? Si el sueño de la razón produce monstruos, monstruos somos para no convertirnos en monstruos.

Y mi único deseo es ser un hombre bueno. Supongo que la ciencia médica no me ayudará en eso, con transfusiones totales de sangre.

domingo, 13 de julio de 2008

Maldita panda de apestados

Os odio y me gustaría veros muertos, a ser posible por mi mano. Sí, os hablo a vosotros, escoria de las nuevas y viejas generaciones, a todos vosotros que habéis olvidado el fondo y abrazáis formas vacías. Os dirijo esta proclama, emos; bakalas y canis; falsos rockers, heavies y góticos; narutards; izquierdosos y derechosos de boquilla; productos del fenómeno fan; telecasposos chupadores del bote; robots manufacturados en las aulas de nuestro deficiente sistema de educación; vándalos y rebeldes ya no sin causa sino sin cerebro. A vosotros y a todos los que como vosotros, heces fecales, han olvidado que un estilo de vida es abrazar un ideal y vivir en consecuencia, no vestir de determinada manera y cacarear una y otra vez las mismas consignas que os dictan vuestros amos mediáticos ocultos. No sois cultura, sois una llaga ulcerosa en la piel de nuestros días. Os contaré con todo detalle qué clase de arcadas me provoca vuestra infecta presencia, pero estad tranquilos, soy un hombre justo: también os contaré por qué os lo merecéis.

Os odio. Os odio muchísimo. Os odio porque camináis por el mundo deslumbrando con vuestras galas exteriores, que no envuelven más que una negrura infinita. Porque creéis a pies juntillas que cuatro accesorios mal contados y una pequeña filia que ni siquiera os molestáis en alimentar con conocimientos sobre la materia misma os sirven para ser diferentes. Tontos, os la han metido doblada. No hay nada más homogéneo que varios grupos de personas que, intentando distinguirse unas de otras, comparten en común su supina ignorancia. Vuestra teatralidad y fingida radicalidad de miras son la prueba más fehaciente. Carecéis de pasiones, de ideas propias. Pasáis por moldes de diferentes formas, pero hechos por el mismo fabricante.

Os odio porque os temo. Porque cada vez sois mas, y os estáis convirtiendo en la norma. Porque así ganaréis la guerra de la forma más vieja que conoce el hombre, gracias a una aplastante superioridad numérica. Porque el tiempo os aupará al estatus de estándar imperante, y seréis el ejemplo a seguir cuando sois a todas luces la mierda que evitar. Porque sois fácilmente imitables, y seguiros supone la dulce y falsa felicidad del ignorante. Porque sois jodidamente tentadores, carajo, y con vuestra mentalidad de colmena y vuestra amistad y camaradería de medio pelo desviáis de su propio camino (el único digno que cualquier persona puede recorrer) a gentes con potencial, para hacer de ellos clones de vuestra vácua forma común. Porque sois criminales sociales, y nada más.

Os temo porque no os comprendo. No me cabéis en la cabeza, no encuentro una explicación racional a vuestra actitud, ni siquiera al por qué mismo de vuestra existencia. Quizá sea porque afrentáis mi visión del mundo, y aquí reconozco humildemente que no soy quién para decir que puede explicarlo todo y tener todos los triunfos, o quizá porque no os conozco lo suficiente, en cuyo caso estoy haciendo el tonto hablando sobre algo de lo que no tengo una idea debidamente formada. Eso me hace tocar fondo, sí, como todo odio, pero quiero pensar que no estoy en el mismo abismo que vosotros.

Y es que, aunque pueda acusárseme de miles de cargos, y ahora mismo me declaro culpable del de ira homicida, creo que hay uno del que me libro: no haber elegido y abrazado mis propios ideales. Puedo decir bien alto que soy una persona extraña y singular, me enorgullezco de ello y acepto tanto las mieles como las maldiciones que ello provoca. ¿Podéis decir lo mismo?

Bien, ya está, más o menos. Podéis empezar a despotricar contra mí y a llamarme de todo, al fin y al cabo yo también he hecho lo propio y he de decir que es relajante de la hostia. Cuando os hayáis quedado a gusto, intentad hacer un esfuerzo reflexivo, por débil que sea, por primera vez en vuestras patéticas existencias, y meditad esto: “quien es auténtico, lo será por siempre, y aunque tenga que arrepentirse de ello”. Igualadlo, venga, os reto una y mil veces.

Si llegáis a una conclusión, a CUALQUIER conclusión, quizá siga habiendo esperanza para vosotros.

miércoles, 9 de julio de 2008

Nuestra pequeña cábala

Nunca lo he dicho, pero soy un mago. Tengo increíbles poderes, y puedo romper los fríos muros de esta realidad tan anodina para visitar otras distintas. Se trata en verdad de un conjuro muy sencillo, que cualquier grupo de personas lo suficientemente imaginativas puede llevar a cabo. Hoy mismo lo he hecho, sin ir mas lejos, así que relataré mis pasos.

Me reuní durante el decline del mediodía con mi cábala, mis camaradas en la magia, en la oscura habitación de uno de ellos. Comprobé con placer que lo tenía todo dispuesto, cada artefacto en su lugar. Abundantes provisiones en forma de comida basura y refrescos se erguían en el altar, listas para su sacrificio, mientras en el compacto relucía un disco recopilatorio de bandas sonoras de Angelo Badalamenti. A un lado, los textos sagrados, tres voluminosos tomos en tapa dura que guiarían nuestra singladura taumatúrgica Al otro, los instrumentos de poder, unos objetos de plástico con muchas caras y un número inscrito en cada una, a veces conocidos como “dados”. Cada miembro había traído su propio grimorio de conjuros, gastadas hojas de papel, escritas y reescritas y castigadas por la goma de borrar, donde se podían vislumbrar extraños nombres y números. Y comenzamos el ritual.

La música inundó suavemente la estancia, provocándonos un leve trance mientras consumíamos los alimentos. Cada miembro meditaba sobre su hoja, mientras yo consultaba los manuales arcanos. Y, lentamente, se obró el prodigio. Ví como cada uno de mis compañeros abandonaba su forma, y su ser, para vestir pieles extrañas y pintorescas, mientras la realidad se difuminaba a su alrededor para dar paso a otro mundo, donde las leyes naturales y morales que conocemos no sirven para nada. Hoy se transfiguraron en un hechicero humano caótico neutral, una paladina semielfa legal buena y un explorador elfo neutral bueno, pero les he visto engalanarse de multitud de otras formas: aterradores vampiros, seres fantásticos, soldados de fortuna, habitantes de un futuro hipertecnológico, asustadizos adeptos a sectas adoradoras de monstruosas y primigenias criaturas, héroes y heroínas de comic… su única barrera es su imaginación, el conjuro les libra de responder ante cualquier otro tribunal.

Y yo, con el poder de los textos en mis manos, me elevé hasta ser Dios, la suprema instancia de ese otro mundo. Con interés, me incliné desde mis cielos para ver qué se cocía abajo, y seguí las aventuras y desventuras de los seres que en ese momento eran mis amigos. Les puse pruebas, les enfrenté a hordas de enemigos o a enigmas que habrían de resolver con ingenio. Les ví trabar amistad con gentes de ese mundo, y también oponerse a otras. Los recompensé, pero también me enfadé con ellos. Ví crecer sus poderes, y también madurar sus personalidades. Y era tan placentero…

Pero se hizo tarde, y el conjuro debió acabar. Poco a poco, volvimos a nuestros cuerpos originales, a nuestras mentes originales. Los víveres se habían agotado, y alguien apagó la música mientras el resto recogíamos todos los cachivaches que se encontraban sobre el altar. Nos despedimos del compañero que cedió su habitación para la reunión, y nos fuimos dispersando cada uno para su hogar, cansados por las poderosas energías que tuvimos que manejar pero también revitalizados por el gozo de la experiencia. Y es que, tras visitar otros mundos, las pequeñas cosas de éste son más remarcables, y todo parece más brillante y nuevo antes de caer otra vez en la desesperanza cínica del día a día. También se obra un cambio interior: vestir una personalidad temporal hace de la vuelta a la vieja y conocida un cambio anímico importante, un paso significativo en la autoexploración personal y una agradable subida de la autoestima.

Desde aquí, conmino a todo aquel que lea esto a probarlo. Si me conocéis y os ha interesado, estaré encantado de ser vuestro gurú en este bonito sendero mágico llamado “rol”.

martes, 8 de julio de 2008

Espíritus en el asfalto

Soy un urbanita redomado e impenitente, no puedo ocultarlo. Consigo un placer íntimo y secreto deambulando por las calles de una ciudad grande, sintiendo el latir del asfalto bajo mis pies. Me extasío cuando, de madrugada, mis amigos y yo salimos del pub de turno, preparados para ver amanecer, y caminamos hacia el parque más cercano por calles inhóspitas que hacemos nuestras, sintiéndonos los reyes de la creación. Cada calle con su historia, miles de personas deambulando por las avenidas, dando vida a los edificios que pueblan como monolitos la vista del horizonte, cada bocanada de aire cargada con ese tóxico pero embriagador perfume. Cuán diferente de la anónima piedra del monte, la arena de la playa o el bucólico encanto profundo de un pueblo.

Las urbes son el triunfo definitivo del hombre sobre la naturaleza. Rechazando lo existente, construímos de la nada un lugar idóneo para nuestro tren de vida: un medio ambiente por y para las personas. Y como siempre, se establece una simbiosis entre creador y creación. La ciudad es nuestra, pero nosotros también pertenecemos a ella. Porque está viva, y a cambio de sus dones (su sangre en forma de agua corriente llenando nuestras bocas, su sistema nervioso abrigándonos con luz y calor, su sistema inmunológico eliminando nuestros desperdicios, sus arterias allanándonos el paso) exige en pleitesía un poco de nuestras esencias. Yo al menos pago con gusto.

Adoro las ciudades. Y sé que ellas me corresponden. Tuve esta certeza una madrugada de hace mucho tiempo, en la que el azar me propició un encuentro con un espíritu de la ciudad: un mendigo. Nadie como ellos conoce mejor a las diosas de ladrillo y cemento, y saben lo terribles que pueden llegar a ser.

Aquella noche me había corrido una juerga especialmente salvaje, y uno de mis amigos me ofreció amablemente una cama en su casa para que pudiese recomponerme antes de partir hacia la mía propia. Me levanté a las 6:30, tras a penas hora y cuarto de sueño para nada reparador, y me encaminé hacia el metro. Durante el trayecto, fuí abordado por aquel hombre, con barba de varios días, chándal que de seguro había visto épocas mejores, y un aura olorosa que denotaba la dura existencia diaria que sufría. Se acercó a saludarme, y le devolví el detalle: siempre he sentido un gran respeto por esa gente. Comenzó a caminar junto a mí, y a contarme su historia, mientras yo respondía diligentemente a las preguntas que me dirigía en ocasiones. Cuando estaba por acabar, lanzó al aire una última cuestión...

"¿Lo sabes? ¿Sabes cómo es vivir así?"

Le contesté sinceramente con la única réplica que tenía. Le dije que no, no podía imaginarme cómo era la vida del vagabundo. Realmente, a penas puedo expresar de manera coherente el horror que siento al intentar imaginar mi vida si no tuviese un refugio al que llamar mío, destetado del dulce pecho de mi ciudad. Aún hoy sigo sin hacerme esa idea, el intento de enumerar las penalidades de esa clase de existencia me abruma.

Y entonces ocurrió. Sentí que de repente caminaba solo, y al girarme topé con el vagabundo, inmóvil unos pasos por detrás de mí. Su cara, sus ojos, en un rictus de asombrada incredulidad, contemplándome. Hubo un instante de silencio entre ambos, durante el cual me sentí anonadado. Al final, él tomó la palabra, y tan solo profirió un lacónico "eres una buena persona", antes de girarse y desandar el camino que hicimos juntos. Me sentí extraño, sobre todo porque no le había dado esas monedas sueltas que de seguro tenía la intención de pedirme cuando se acercó a mí. En cuanto me recuperé de la impresión, seguí mi camino, llegué por fin al metro, luego a mi casa, y allí me acosté para dormir la mona.

No fué hasta algún tiempo después cuando comprendí el cambio que había obrado en mí aquel espíritu del asfalto. Caminaba junto a una amiga mía por la cuenca seca del río Turia que atraviesa Valencia, y pasamos bajo uno de sus puentes. Aquello era un vergel de vida suburbana, con cubículos de carton y gente bañándose en una fuente cercana, todo bullendo de actividad. Noté el apretón en el brazo que me profirío la chica, intranquila y mirando a ambos lados, su paso acelerado deseoso de salir de allí. Pero fué la única que sintió eso: yo hice el trayecto despojado de todo temor. Fué la primera vez que acepté a la ciudad en toda su plenitud, en su magnífica grandeza.

Desde entonces, no tengo miedo. Tributo a las ciudades como se merecen, y ellas a cambio me narran sus cuentos, escritos por todos lados en un lenguaje arcano harto olvidado.

¿Te amo?

A George Berkeley siempre lo tomaron por loco. Toda esa plática sobre el exterior interno... ¿que solo existe aquello que percibimos, siendo la única realidad el interior de nuestra mente? Vaya chorrada, ¿no? Considerar todo el mundo del ser desde una percepción internista es un craso error, como cualquier otra proposición maniquea. Pero Berkeley también tiene su punto de razón: si no tengo impresiones sobre algo, si no estoy concienciado de cierta cosa, eso no existe para mí, y al fin y al cabo el único mundo que pueda importarme es aquel que comprendo, es decir, mi propio mundo interior de saber y conceptos.

Tengo un gran problema con eso. Desde que tengo uso de razón, he echado mano de la lógica para moverme con el mundo, y haciéndolo me he encerrado en una jaula hecha de palabras. Todo aquello que no pueda ser expresado y definido correctamente, no cuenta en mi mundo. De ahí mi guerra con las pasiones puras.

Puedo entender determinadas filias: la amistad, como pulsión por conservar algo con lo que tienes puntos en común y un contrato no-verbal vinculante; la ternura, como expresión del deseo de protección; la camaradería, como demostración del honor personal frente a semejantes; y así. Con el tiempo, he llegado a adquirir comprensión de algunas pasiones puras, sobre todo la ira como voluntad de destruír algo adverso, y la empatía/simpatía como voluntad de realizar únicamente actos universalizables, que sean bajo todas luces deseables por cualquier ser cabal. Convertí eso en mi brújula moral, y hasta ahora no tengo quejas al respecto. Todo lo demás no es otra cosa que un ruído sordo en mi cabeza, tan ténue que no podría jurar si realmente ha estado ahí, y es así porque no encuentro palabras para racionalizar ese sentimiento. Eso me cabrea. Muchísimo.

Mi gran quebradero de cabeza es el amor. Estoy como Gorgias con el tema: o no existe; o si existe no puedo comprenderlo; o si existe y lo comprendo no puedo expresarlo. Lo cual tiene el agravante de que, paradójicamente, me lleva de nuevo al punto de inicio. He intentado desenmarañar miles de veces esta serpiente que se muerde su cola, pero es como un atrapadedos, cada vez me encuentro más atascado. A estas alturas estoy bastante seguro de que no tiene definición posible, lo que indica que escapa al umbral de sensaciones expresables por conceptos, y solo puede ser sentido. Pues vaya marrón.

No hay duda de que a lo largo de mi vida he deseado a muchas mujeres, aunque ninguna lo supo de mis labios. Tuvo que darse un milagro: una chica tuvo deseos por mí. Incluso así, tardé en darme cuenta de sus verdaderas intenciones, vaya tonto que estoy hecho. Cuando por fin me percaté (santa mujer, no sé cómo no me mandó a amargar pimientos entonces, o muchas veces después), creí que sería mi gran oportunidad. Me entregué en cuerpo y alma a una relación que desde su inicio tuvo muchos impedimentos, pero hasta el mismísimo final no me amilané. ¿Aprendí algo? He tenido un año para meditarlo con calma, y tristemente he de decir que no. Hubo cariño, ternura, comprensión, confianza... pero también siento eso por mis amigos, con la única salvedad de que no tengo relaciones sexuales con ellos. Creí muchas veces haberlo comprendido, haber agarrado bien esa sensación esquiva entre mis manos para poder diseccionarla y aprehenderla, pero cuando las abría solo veía mis palmas solitarias.

No sé en qué me convierte eso, si en un capado emocional, alguien que se come demasiado la cabeza, o un puto crío inmaduro que necesita unas cuantas lecciones vitales más. Cualquiera de las tres es bien posible, pero no soy quién para decir qué soy en este aspecto. Lo único que puedo decir con total certeza es que, como bien anuncia todo poeta y juglar que precie su nombre, una vida sin amor es un absurdo vacío. Parece que mi mundo es bastante hueco, sí.

Pero hablo demasiado. Por hoy, lo dejaré aquí.

lunes, 7 de julio de 2008

La armadura del friki

Hace poco tiempo, me devolvieron una serie muy especial para mí: Azumanga Daioh!. La presté tanto en formato manga como en anime y, como ha venido pasando muchas veces en situaciones similares, una vez se me devolvió dejé todo lo que estaba viendo y leyendo para ponerme con ella una vez más. Aún recuerdo perfectamente cuando vi el primer capítulo en casa del Sebas, mi muy respetado maestro, y desde entonces la he tomado y retomado infinidad de veces.

Esto es así porque me transmite una inmensa paz. Más allá de las muchas risas que me provoca (y río de forma sincera, cosa que todo aquél que me conozca sabe que es harto difícil), sus imágenes y diálogos me hacen alcanzar un pequeño nirvana personal. Será su ritmo pausado, sus personajes entrañables, su dulce banda sonora, o será simplemente que, como ante toda obra de arte que nos conmueve de verdad, un pedacito de mi ser ha pasado a formar parte de ella, y al volver a verla me reencuentro con un trozo de mí mismo que aprecio.

De esta forma, y no sin cierta vergüenza, puedo decir que Azumanga es mi armadura, o una de ellas. Me salvó de la depresión total durante la peor época de mi vida, y aunque no fué la única responsable de que no me hundiese en la miseria, sigo apreciando su labor: me arrancó risas donde solo quería ver llantos, me enterneció cuando solo había ira en mi pecho. No fue la última vez que lo hizo, y supongo que aún me tendrá que soportar unas cuantas veces más.

Y sin embargo, esta vez me la ha metido un poco doblada. Como otras veces antes, he reído, me he conmovido y he disfrutado. Pero no solo no me ha librado de mis fantasmas: ha añadido uno más. Viéndola me he dado cuenta de que sigo viviendo en el pasado, encerrado en mis recuerdos de una época mejor antes de la hecatombe, cuando todos los días veía a esas maravillosas personas a las que yo llamo amigos. La universidad y las diversas responsabilidades y vivencias de cada uno han hecho que aumente la distancia: la física, lo cual es triste aunque soportable y de fácil solución, pero también la espiritual, la afectiva. Quizá solo sea una impresión equívoca, fruto de una época paranoide, pero así lo siento y me duele: yo, que siempre he dicho que lo mejor que he conseguido en esta vida es una amistad sólida con multitud de gentes fantásticas.

Heme aquí pues, con una absurda armadura resquebrajada, flojas sus junturas, su peto abollado desgarrándome el pecho. Me siento débil, infeliz e irascible, y lo peor de todo es que sé que no tengo una razón de peso para estar así. Me odio profundamente por eso. Siempre pensé que lo único que se necesitaba para moverse con dignidad por el mundo era valor y fuerza de voluntad, y ahora me encuentro al borde de un llanto pueril por la distancia.

Que ridículo, que ridículo que soy.

Declaración de principios

Saludos, Estimado Lector:

Como puede ver, me he decidido por fin a escribir una de estas cosas, a las que la gente es tan aficionada. Si le digo la verdad, no sé por qué lo hago. Bien pudiera ser por necesidad de hablar, el fruto de una mala época, o puedo haber perdido por fin la razón del todo. De cualquier manera, a estas alturas ya es improductivo preguntar por qué, aunque es bien sabido que me encantan las cosas improductivas.

Saltamos pues a la siguiente pregunta, ¿le parece? Oh, no se preocupe, es otra difícil de responder, y sé de buena tinta que le encantan los retos. Ésta nueva cuestión se refiere al contenido, sobre qué voy a hablar aquí. Consultando mi querido refranero popular, encontré aquel aforismo de "hombre prevenido vale por dos", y decidí hacer de usted, Estimado Lector, una persona informada. Por si decide huír, más que nada.

Porque el caso es que, tras mucho pensarlo, he decidido no hablar aquí de películas, comics o demás manifestaciones artísticas. No se me espante, tampoco tocaré la política: esas historias para no dormir sobre revoluciones y poder para el pueblo que tanto le asustan no camparán en estos lares. Quizá hable de algo de eso en determinados momentos, pero no será mi principal intención. Tras sopesarlo, he decidido hablar aquí sobre la única cosa de la que tengo total autoría: mis experiencias. Quizá sea una palabra vácua, o querrá leer en ella algún otro término, como "ideas", "sentimientos", "absurdas y pedantes disquisiciones", o a saber. Da lo mismo. De veras. Al final, lo único que habrá en mis textos seremos yo y el ojo de usted.

Dicho esto, declararé mis intenciones: solo hablaré de aquello que piense, e intentaré no omitir nada. Seré sincero, incluso si hiero a alguien en mi empeño. Procuraré ser fiel a los hechos, y a mí mismo. Citaré a todos aquellos que deban ser citados, pero nunca con mal ánimo. He aquí mi voto, y juro cumplirlo.

Puede sonar aburrido, y de hecho pondría la mano al fuego a que lo será. Sin embargo, también puede ser bonito: le abro las puertas de mi mente, Estimado Lector, y si usted decide hacer lo propio, quizá ambos aprendamos aunque sea un pequeño truco de magia. También puede darse el caso de que usted no exista, pero si comienzo a sincerarme con usted, poco me importa.

Ya está, Estimado Lector, es usted el hombre precavido que vale por dos, tal como le prometí. Siéntase orgulloso, se lo ha ganado. Ahora es cosa suya decidir si continúa o no, de forma absolutamente libre. Elija lo que elija, sin embargo, sepa esto: cuenta ahora y siempre con mi gratitud y mis simpatías.

Atentamente.