domingo, 31 de agosto de 2008

Show must go on

Volví, como siempre acabo haciendo.

Y quizá no debería haberme ido. Porque han sucedido muchas cosas a mis espaldas, que no han contribuído precisamente a hacer de mi verano una buena temporada. Puedo contar con los dedos de las manos los días alegres, y aunque esos han sido especialmente jocosos, sigo sin verle el balance positivo a esta etapa. Se me van acumulando los problemas, y ya desde niño nunca tuve una espalda muy sana. He de sumar a eso la añoranza de mis seres queridos, esos ilustres amigotes a los que este año, tristemente, no podré agasajar de la manera que merecen.

Empiezo a comprender la utilidad encubierta de esto de los blogs, aquello de dejar la huella en roca y no en arena de costa. Cuán ingénua la alegría antes de la marcha, y cuán fútil, la que se destila en la entrada anterior. Un cambio drástico a la pérdida de rumbo, de objetivos y sueños que marca mi día de hoy.

Pero el espectáculo debe continuar, o eso reza la canción. Por el momento, continuaré colgando aquí mis pequeñas neuras, hasta que como siempre se me seque la inventiva. Quizá sea pronto, quién sabe. El resto ya vendrá, o por mi mano o por la de algún poder superior.

Será por poderes...

Fraternalmente vuestro, queridos lectores. May the Pichurrina be with you.

sábado, 2 de agosto de 2008

Me secuestran, queridos drugos

Sí, estimados y nunca lo suficientemente ponderados lectores, me veo en la luctuosa tarea de anunciar que servidor de todos ustedes se verá incomunicado durante el mes de agosto por causas de fuerza mayor maternofilial. Iré durante ese tiempo a someterme a toda clase de tiranías domésticas a cierto culo del mundo llamado Estivella, conocido por su absoluta falta de interés, sus aberrantes tradiciones autóctonas y, sobre todo, por una supina falta de medios de comunicación con el exterior.

Caso de ser necesario, quien tenga mi número de móvil puede hacer sin problemas uso de él, o incluso puede dignarse a subir al pueblo y hacerme una grata visitilla, que me servirá para mantener la cordura y no degenerar en una orgía de sangre y vísceras por la falta de actividades interesantes. Por mi parte, dudo que pueda bajar mucho a mi amada Valencia, pero lucharé contra viento y marea por hacerlo en caso de que se dé alguna ocasión especial.

Por supuesto, este humilde blog también queda en parón indefinido. Podéis olvidaros de la cargante tarea de leer mis textos farragosos... durante un tiempo. Ya volveré con fuerzas renovadas cuando me toque.

Hasta entonces, tratad de ser felices, y no hagais nada que yo haría.

Namarië mellon!

Almas bañadas en ácido

Tuve un desliz respecto a mi juramento inicial, lo reconozco. Hace algunas entradas, en la dedicada al cine, hice referencias “disimuladas” a las religiones que al parecer fueron bastante obvias. Bien, no quería hablar directamente de ningún tema de trascendencia política o social, pero debo admitirlo: cualquier religión organizada me parece una prisión para el pensamiento y para el alma. Lo sé mejor que muchos otros, porque antaño pertenecí a una.

Y es que tener creencias es algo peligroso, un instrumento de doble filo. Son necesarias para moverse por el mundo, de acuerdo, pero también son casi imposibles de cambiar, e inducen a fanatismos. En el caso de las creencias éticas, las más comunes, la cosa puede ser llevada de forma más o menos racional: la fuente de tales sentencias siempre es quien las acoge, pudiendo apoyar, respetar u oponerse a otras concepciones bajo su propia responsabilidad. Son creencias abiertas a un diálogo más o menos franco, con miras a puntos comunes. La cosa cambia de manera espeluznante cuando la fuente de la creencia es una instancia superior. En serio, me parecen francamente risibles todos esos intentos de diálogo interreligioso, por lo absurdo de la propuesta: no puede haber paridad entre dos dogmas que se autorreconocen como inspirados por un ser (o seres) superior y perfecto. A menos, claro, que hablen de las cosas terrenales, en cuyo caso son como cualquier otro gobierno con ínfulas. Lo cual no me parecería mal del todo, de no ser que para mantener compacto a su rebaño usan el método más rastrero conocido por la humanidad.

Feuerbach tenía razón al enunciar su explicación mítica sobre el origen de Dios. Cuando el hombre se observó por primera vez sobre una superficie reflectante, traspasó todas sus virtudes a la imagen especular, a la que comenzó a adorar, mientras él se quedaba tan solo con las sobras negativas. Es la historia de toda religión, de la primera a la última. El hombre no desea la responsabilidad de su propia luz interior, y la encarna en un ser externo para no moverse solo por el mundo. Por comodidad. Por miedo. Y siempre habrá cerca seres astutos y ladinos que aprovechen para proclamarse enviados de tal quimera y poseer así las voluntades de cuantos la crearon. Desde sus altares, instruyen rezos repetitivos y alienantes prometiendo a los fieles que su luz les será devuelta en este u otro mundo maravilloso. Y lo cierto es que la luz nunca salió del pecho de ningún adepto, convirtiendo la fe en la más absurda de las estafas, la de vender algo que ya es poseído. En este aspecto, el budismo es la única religión que no merece mis iras (aunque tampoco se gana mis respetos, puesto que su supresión de todo deseo es, como cualquier intento de despojar al ser humano de algo que le es propio, un mecanismo de control tiránico) gracias sobre todo a las enseñanzas de Bodhidharma. Ha sido hasta la fecha el único líder religioso que ha prescindido de tradición para adoctrinar a sus adeptos. Entre sus enseñanzas se encuentra el famoso “si ves a Buda por la carretera, atropéllalo”, o lo que es lo mismo: si Buda alcanzó la santidad suprema, el Nirvana, por sus propios métodos, lo único que demostró es que cualquier persona tiene el pontencial de hacerlo en su interior, sin seguir necesariamente sus pasos. Hermosa premisa, sin duda.

Mucha gente saltaría ahora para refutarme. “Hey, Cabeza de Hierro, olvidas que el objetivo de la fe es elevar a las personas, aunque sus métodos no sean los mejores la idea de éstos es provocar el crecimiento espiritual, y eso es algo que respetamos y ensalzamos”, dirían, y tendrían razón. Hay ocasiones en que el fin justifica ciertos medios, vaya. En un contexto habitual, cualquier detractor de la fe citaría las barbaridades históricas perpetradas por la gloria de un símbolo religioso, que no son pocas, pero voy a abstenerme de esto. Vivimos en el presente, y nuestra época ha acabado casi completamente con cualquier oscurantismo, haciendo que todo tipo de conocimiento está al alcance de quien quiera poseerlo. No es que las religiones hayan contribuido mucho a crear este estatus quo, pero he de reconocer que se han adaptado muy bien a la corriente imperante. Y aún así, me pregunto muchas veces si de verdad el objetivo de la creencia es el avance humano. La fuente de mis dudas es la religión más cercana demográficamente a mí, y supongo que también a todo aquél que lea esto: la fe católica.

Ya lo dije al principio, durante mi infancia y parte de mi juventud fui católico. Instigado por mi curiosidad innata, me empapé de todo su folklore, y creo que ahora mismo no hablo sin saber. Recuerdo perfectamente el momento en que perdí la fe: fue durante una misa en memoria de mi fallecido abuelo materno, hecha en la iglesia del pueblo. El templo estaba casi vacío, a excepción de mis familiares y unas cuantas mujeres mayores que, al parecer, pasaban allí la tarde entera por pura costumbre. Y me di cuenta de que estaba rodeado por algo que no me gustaba, algo horrible. Me ví inmerso en un pozo poblado por criaturas atiborradas de una fe que no les reportaba ya no conocimiento, sino esperanza, ilusión. Como diría el personaje de la Musa en esa visionaria película de Kevin Smith que es Dogma, no celebraban su fe, la sufrían. Oían sin escuchar las bellas enseñanzas de ese gran ser humano que fue Jesucristo, rodeados sus ojos por imágenes de su horrible agonía final. Se movían más por temor al Dios todorrencoroso del Antiguo Testamento que por el mensaje de amor universal y perdón incondicional. No querían conocer su fe, informarse de sus ofertas, solo querían creer por creer con la esperanza de ser recompensados y alcanzar la salvación, movidos por un interés mórbido y malsano. Comprendí en ese instante que mi espíritu peligraba en un lugar así, que había quien quería empequeñecerlo, corroerlo.

De ese comienzo a mi férreo ateísmo actual hay, por supuesto, muchos pasos. Contemplar la religión desde un punto de vista externo me ayudó a distinguir sus trampas de lazo. Y el caso es que, curiosamente, no he cambiado demasiado desde entonces: sigo intentando amar a los demás, ser amable y corresponder lo dado con una recompensa afín. Trato de ser un buen samaritano. Pero la razón de mis actos soy yo mismo, mi propio honor y conciencia. Incluso si Dios tuviese una existencia real, no le estaría agradecido por mi presencia en este mundo, puesto que no fui consultado acerca de mi creación, ni le debo nada al no necesitar ningún padre celestial que me premie o me castigue.

Ahora soy la medida de mis actos, y creo que eso me hace un poco más digno. Como ya declamó el demonio Etrigan en las postimetrías de su propia colección de comics: “¿Qué les dijisteis a los despreciables que con grandes aspavientos agitaron frente a vosotros su enorme libro de reglamentos? Les dijisteis: escuchad, idiotas ineptos, ¡meteos donde os quepa vuestro libro de preceptos! Rehusasteis su paraíso amable, donde todo es suave, brillante y adorable, donde solo hay un único pensamiento, donde la elección ha sido aplastada hasta los cimientos. ¡Era todo lo que teníais y decidisteis quedároslo! Y a cambio os llamaron malos. Así que dijisteis: sí, me importa un comino. ¡Iré al averno! ¡Mostradme el camino! ¡Ocuparé mi lugar en el juego! ¡Mi guía será de la perdición el fuego! ¡Por el abismo caminaré con dignidad! ¡Dadme el infierno… y la libertad!”

Y los demonios mienten, sí, pero no aquí. Esa es una verdad tan grande como cualquiera de las suntuosas catedrales que pueblan nuestra geografía.

Oda a la embriaguez alcohólica

Cae la noche, las puertas se cierran. Las gentes pudientes y honradas se cobijan en sus hogares, rendidas al mullido abrazo del sofá mientras contemplan una pantalla de televisor que de seguro no está dando nada bueno. Quizá algunas de ellas ya estén en la cama, esponjoso llano donde suceden las mejores cosas de la vida. Pero en las calles aún resuenan ciertos pasos, aguzando el oído puede escucharse el deambular de una curiosa subraza de personas. Juerguistas, golfos, vividores, son llamados. Divinos dandis nocturnos. Señores del desenfreno. Se reúnen bajo la amorosa mirada de su patrona selenita para, despojados de las ataduras sociales, rescatar la antigua glosolalia entonada por los hombres en el albor de la civilización, y rimar el más antiguo de los rezos: “¡estamos aquí, aquí, vivos y agradecidos por ello!” Los conozco bien porque me cuento con orgullo entre sus filas, y porque en ellas he forjado los mejores lazos interpersonales.

Es fácil distinguirnos, solo hay que hacer una visita a cualquiera de nuestros santuarios. Ya sea en las mesas de un bar de postín, entre las luces de un decadente casino, como en la barra de un pub o los rincones de un jazz café, nos reunimos y conspiramos para hacer de la noche un recorrido catártico. Si se nos observa, se perciben a primera vista nuestras insignias: ropa cómoda pero sobria y elegante, distinguidos ademanes, férrea camaradería, prodigioso nivel de locuacidad. Aumentando el tiempo de seguimiento, nuestra capacidad para establecer interesantes charlas a altísimas horas de la noche, de cerrar todo tipo de locales, de intuir cuándo hacer un resopón de emergencia en cualquier kebab o bocatería no hacen más que obviar nuestra naturaleza. Y es que así somos, individuos capaces de pasar la noche entera dejándonos llevar por el ambiente y la música de los clubes nocturnos, hablando, riendo y disfrutando de la simple compañía de nuestros iguales. Pero si hay algo significativamente obvio que nos señala como lo que somos, si se quiere salir de dudas por la vía rápida acerca de nuestra identidad, solo hay que mirar nuestras manos: ahí estará la copa.

Oh, puede no ser una copa, claro. Un casco de cerveza, un recipiente de sangría, un chupito o vaquerito, un vaso de cubata, una botella de espumoso champán, un enorme recipiente de kalimotxo, un combinado de diseño, incluso un cartón de vinacho Don Simón o unos tragos de ardorosa absenta Hada Verde. Diferentes formas para la misma ambrosía, idéntico néctar que se derrama dulcemente por las gargantas de todos nosotros. De nuestro estómago a nuestra sangre, a nuestros cerebros, a nuestras lenguas, a nuestros ojos, a nuestros miembros. Ebrios, náufragos dichosos de su turbulento mar de sabores y calor, nos convertimos en monstruos del ingenio chispeante, nos alejamos un poco de la normalidad del mundo para envestirnos de una gala maravillosa, colmadas nuestras esencias de la excitante embriaguez que nos transmite el alcohol.

Beber es un noble juego de pericia y autocontrol. Participando, demostramos el conocimiento de nosotros mismos, de nuestra moderación, demarcamos los límites que nos son posibles y, arriesgando, intentamos expandirlos. Se necesita estar exquisitamente entrenado para llegar a la meta del amanecer con el reverso amable de la intoxicación etílica actuando en uno, evitando cruzar ese límite y amargando la noche de los compañeros y la propia. A veces se consigue, a veces no. Como los buenos juegos de azar, es peligroso, pero también es emocionante, y requiere su considerable carga de habilidad.

Si nos veis, saludadnos, pedid vuestra copa y uníos a la apuesta. No solo seréis bien recibidos, aseguro que no se os olvidará la experiencia. Y es que quien bebe con alguien de buen grado se le une por el vínculo fraterno con que bendice la luna a sus hijos borrachos. Jamás volverá a estar solo, aunque su cuerpo o su espíritu se extravíe en la más oscura de las noches: cuando sus labios se mojen con la sublime presencia del líquido de las visiones entre ellos, recordará con amoroso afecto el pacto que hizo con una copa como testigo. El premio sin duda merece el riesgo.

Como dijo un personaje atemporal del que seguro quien esto lea conoce alguna andanza: “brindemos, amigos, por el alcohol, causa y a la vez solución de todos nuestros problemas”.

Amén.

viernes, 1 de agosto de 2008

Dibujando hipocresía

En el año 2001, durante la reunión de varios editores de revistas especializadas en crítica literaria para elaborar la lista de 10 novelas más importantes de la segunda mitad del siglo XX, se coló en la lista una de las obras más poderosas e influyentes en su medio, una disquisición absolutamente magistral sobre la libertad y responsabilidad individuales, y la organización del estado. Supongo que no suena extraño lo que estoy diciendo. Y sin embargo, muchas voces se alzaron en contra de esa elección, incluso dentro de la reunión misma. Fueron eruditos entendidos los que pusieron el grito al cielo, escandalizados por la noticia. Su motivo: V de Vendetta, guionizada por el mundialmente afamado Alan Moore e ilustrada por David Lloyd, no era más que una novela gráfica, un vulgar comic.

En el año 2002, durante el 52º Festival de Berlín, su jurado galardonó con el Oso de Oro a la mejor película a una de las cintas mas visionarias, artísticas y mágicas jamás producidas. Todo bien hasta ahí, ¿no? Entonces resulta difícil explicar la discrepancia que muchos tuvieron respecto a esa decisión. Y no hablo de personas cualquiera, sino de auténticos pesos pesados del análisis fílmico, gentes que en teoría se han ganado su posición gracias a un inigualable gusto y talento analítico en el campo de lo audiovisual. La razón que tuvieron era simple y clara: El viaje de Chihiro, dirigida por el maestro Hayao Miyazaki y producida por el mejor estudio de animación del mundo, Ghibli, era una película de dibujos para niños.

Y solo citaré estos dos casos. No porque sean los más flagrantes acerca del maltrato de la opinión especializada a ciertos medios de expresión. Resulta que son los únicos que hay. El resto de obras tremendamente remarcables que han dado ambos estilos ni siquiera han sido tomadas en cuenta para los grandes festivales, siendo ignoradas completamente por las clarividentes cabezas que ordenan cual Moisés el mundo cultural, decidiendo qué es elevado y qué no sin posibilidad de error. Se mantienen bien recluidas en sus guetos, con sus propios festivales y su marginado público, al que se le veta sin mediar explicación el acceso a instancias “más elevadas”.

Porque son cosas de niños, dicen. Sin duda, un mocoso entendería sin problemas las sutilezas del arte secuencial, de las relaciones de ideas que se dan entre viñetas y textos, del idioma de la composición de página, de los diversos y fascinantes estilos de dibujo. Comprendería instantáneamente la plasticidad ilimitada de la animación, su virtud de mostrar relaciones y emociones imposibles de captar por el cine tradicional, su cuidada artesanía frámica, su representación de la virtualidad sin barreras. Pues mira que les tengo tirria, pero ahora mismo me gustaría ser un criajo.

Es interesante preguntarse por qué esto es así. La respuesta fácil es que son unos de los artes más recientes, y el tiempo no los ha ratificado lo suficiente. El peso de la tradición siempre es algo a tener en cuenta en este tipo de cosas, ya lo ha hecho muchas veces antes con cosas como la novela automática o el cubismo. Y sin embargo, ahí tenemos al cine, que a pesar de tener recién cumplido su primer siglo, obtuvo de visionarios como W. Griffith, Eisenstein, Vertov, Lang o Murnau una rápida subida al estatus de expresión adulta y digna, aún cuando sus primitivos inicios fuesen las tontas pantomimas de Georges Méliès o, remontándonos más atrás, la primera comedia de situación: El regador regado, de los hermanos Lumière, recreando una broma tremendamente sobada y sin gracia. Si no es su juventud o sus tambaleantes primeros pasos en tiras cómicas de periódico, ¿qué puede ser? ¿Qué hace que un arte completo y maravilloso sea condenado a tal ostracismo tácito?

Hipocresía pura y dura, señores, eso y nada más. Para que los aficionados a James Joyce, Kielowski o van Gogh sean considerados intelectuales, y los aficionados a Grant Morrison, Katsuhiro Otomo o J. H. Williams III sigan relegados a su puesto de fans. Para que un premio Eisner siga significando menos que un Grammy, un Tony o un Oscar. Pero, por encima de todo, para allanar e igualar el ondulante terreno de la fantasía, de la creativida. Horrible crimen, el hacer de un arte algo banal solo para mantener unos estándares que la costumbre ha hecho sacrosantos, alejar a la gran opinión publica mediante el miedo a parecer pueriles o retrasados de dos sublimes caminos que pueden enseñarles tan bien como cualquier buen libro, película o cuadro, a pensar de forma flexible, expandir su imaginación y alcanzar un mayor grado de conciencia de sí mismo. A ser mejores.

Los defensores del medio siempre suelen citar a Maus llegado a este punto. Sí, es decididamente un comic adulto: habla de la II Guerra Mundial, del Holocausto, sin duda ningún padre se lo daría a su retoño. Yo no iré a lo fácil. Soy consciente desde hace mucho que la única forma de romper tabúes es mediante retos provocadores e inverosímiles. Ahí os va, críticos del mundo, preparaos para el horror máximo: Evangelion contiene más y mas profundas reflexiones sobre la condición humana que las sobrevaloradas obras de Antoine de Saint-Exupéry. Me gustaría ver si, en el caso de que alguien entendido leyese esto, pensara seriamente en ver de forma calmada dicha serie. Lo dudo horrores. Y ni siquiera he tenido que mencionar monstruosidades del ingenio argumental como Watchmen, Monster o la película de Memories…

Aunque creo haber encontrado un método más directo, personal y sencillo para destruir esta clase de falacias sociales. Lo hallé por accidente, el día en que invité a mi madre, uno de los seres más duros de mollera que conozco, que me dice constantemente que deje de leer comics y me consiga lecturas “mas interesantes”, a ver la adaptación a cine de V de Vendetta, obra que ya mencioné anteriormente. Quien haya tenido el placer de experimentar las dos versiones sabe que en la vertiente fílmica el poder del discurso político de la obra se ve muy mermado, aunque sigue siendo una película poderosa. Para mi sorpresa, a mi madre le encantó, y fue entonces cuando decidí soltarle la bomba y anunciar que lo visto se basaba en uno de esos tebeuchos que tanto dice ella despreciar. Su respuesta consiguió centuplicar mi ya de por si grande asombro: me lo pidió prestado. Y lo leyó. Enterito. Y le encantó. Aún ahora sigue recriminándome que lea comics a mi edad, pero quiero pensar que en ese momento le demostré el poder de la palabra y el trazo unidos.

Otro día me pongo con la defensa a ultranza de los videojuegos. Esto de batallar por causas perdidas es muy agotador, en serio.