jueves, 14 de mayo de 2009

Y en los eones por venir, hasta la Muerte puede morir

No quiero resultar ofensivo, y recalco que esto no es un ataque hacia nadie, pero he de decir que, con la salvedad de tres excepciones, los comentarios a la entrada anterior me han parecido muy descorazonadores. Tan solo Skale con su defensa de la reflexión, Fallen y su aleatoriedad relativa (concepto genial), y Lanchoilla y su espera esperanzada, han tenido el valor de posicionarse ante un tema difícil e intentar encontrarle nuevas interpretaciones. Agradezco enormemente los intentos de animarme que se intuyen en los otros textos, pero mucho me temo que han sido escritos sin una meditación previa. Así que, siendo un poco soberbio, me voy a situar como la voz de vuestras conciencias, y voy a confrontaros frente a unos axiomas radicales en fondo y forma, ante los cuales no tendréis más remedio que replantearos ciertas cosas. Os voy a hablar de un tema fascinante: el horror cósmico.

¿Preparados? Os adelanto que esto os va a doler.

Este concepto, a primera vista rocambolesco, fue bautizado por el gran literato Howard Phillip Lovecraft, un hombre sin duda curioso con quien tuve primer contacto a mitad de mi adolescencia. Antes de eso, en lo que puedo llamar mis primeros años como persona con todas las letras, había desarrollado un gusto por la literatura épica y terrorífica, pareciendo casi un alemán de entreguerras redivivo: mi imaginación pendulaba entre fantasías gloriosas y horrores espeluznantes. Dentro de este segundo grupo, tuve grandes autores de cabecera como Poe, Maupassant, Jacobs o Quiroga, todos grandes instigadores del cuento corto. Siguiendo esa ruta, acabé por dar con el fascinante mundo de Lovecraft, un autor que no solo escribía y publicaba sus breves historias, sino que gracias a ellas formó un círculo de literatos interesados en las obras de horror, que intercambiaban ideas y acabaron por dar a luz una vasta obra estético-ideológica conjunta, que incluía metalibros ficticios y todo un complejo panteón de deidades y poderes universales. Un universo propio tremendamente rico, en definitiva.

Esta magna opus fragmentada se centraba en una nueva forma de llevar el terror al corazón del lector. En una época en la que el fantasma victoriano daba más risa que susto, en que los monstruos clásicos eran usados más para explorar el alma humana que para transmitir escalofríos, y en que los relatos de decadencia familiar, tortura inusual, experiencias paranormales o venganzas metafísicas solo obtenían bostezos, Lovecraft y sus allegados descubrieron la verdadera forma del miedo y la envolvieron en arte.

La forma que hallaron, la forma que arroparon, era la inmensidad del vacío.

En sus relatos, el hombre debía enfrentarse a seres de tal magnitud y poder que reducían cualquier concepto humano al estatus de papel mojado. ¿Qué sentido tiene hablar de bien o mal, de justicia o perversidad, de verdad o mentira, de mucho o poco, estando frente a un coloso que aplasta mundos al moverse como nosotros hormigas al caminar, para el que crear o destruir maravillas inimaginables es tan natural como lo es para nosotros el acto de respirar? La locura era siempre la única alternativa viable tras este tipo de experiencias, una locura total en la que el individuo pierde incluso su identidad más básica frente a una verdad incontestable: el hecho de saber que, frente a la escala del cosmos, es menos que nada. Y peor aún, debe enfrentarse a la evidencia de que todo su entramado de creencias no son más que humo y espejos.

Y es que, desde siempre, el ser humano ha tenido la presunción de pensar que todo puede ser cognoscido, y justificado o denigrado. Ha creído que puede saber de qué están hechas las cosas, que puede predecir e incluso domar la realidad, que puede dar nombres a las cosas y así aprehenderlas. Ha creído que dos mas dos son cuatro. Cuando una pura entelequia como es el dos o el cuatro no tienen siquiera visos de ser reales de un modo concreto, como tan brillantemente demostró Wittgenstein. La realidad no necesita reglas, no las quiere: somos nosotros los que, desesperadamente, nos esforzamos por convencernos de que nuestro entorno puede adecuarse a concepciones preexistentes o puramente virtuales. Cualquier lenguaje, ya sea hablado, escrito, numérico o incluso anímico, no es más que un conjuro que teje alrededor del individuo la ilusión de que todo tiene un sentido que él puede comprender. Una bonita burbuja en la que es libre, y puede responder de sus actos.

¿Y qué hay tras la burbuja? Distancias tan abismales que no pueden ser concebidas por la mera imaginación humana, y el devenir de un tiempo eterno que causa mareos con su sola intuición. El Universo no necesita del hombre, ni realmente de nada; le va bastante bien solo, muchas gracias. Enfrentados a este exterior extraño e incomprensible, a la humanidad no le queda otra que olvidar la esperanza, perder la cabeza, y aullar con la garganta rasgada para poder entonar vocablos alienígenos con toda la potencia de sus pulmones “¡¡¡Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn!!!”.



Y hasta aquí mi alegato. Ahora que ya os he vendido la moto, he de confesar que realmente no pienso todo esto que he dicho, simplemente me he limitado a expresar las ideas lovecraftianas mas básicas. El problema del que hablaba en la entrada que mencioné al principio de este texto no proviene de aquí, y tengo mis propias respuestas a los enigmas que he planteado. Para empezar, que Wittgenstein era un estirado hijoputa lo tengo clarísimo.

No, lo que quiero ver es cómo respondéis vosotros. Si podéis.

martes, 12 de mayo de 2009

1492

En un arrebato, ayer me hice un fotolog. La razón es bastante sencilla: necesitaba otro medio de expresión para las ideas que, por breves o escuálidas, acababan por no salir en este pequeño rincón que me monté. Así que nada, otro rinconcito más en la Red para mis idas de olla.

Eso no significa que abandone el blog, ni mucho menos. Simplemente dejaré para aquí lo verdaderamente importante.

En fin, si alguien tiene curiosidad por esas otras pequeñas neuras del día a día, aquí está la dirección del dichoso flog: http://www.fotolog.com/aksanspage

Dicho esto, hasta otra. Salud y buena ventura.

lunes, 4 de mayo de 2009

He tenido un (réquiem por un) sueño

Ayer, siguiendo el consejo de una de las personas más fascinantes que he podido conocer últimamente, tomé un momento de mi tiempo y fui a desayunar a la terraza de casa de mi madre.

Para empezar, nunca desayuno, y de un tiempo a esta parte limito a una mis comidas diarias. También acostumbro a vivir en un cuarto cerrado sin luz natural. Desde niño quise saber cuáles eran mis límites: resistencia al dolor, a la fatiga física o mental, al hambre y a la sed, a la falta de sueño… quería saber dónde me permitía llegar mi cuerpo, y casi había olvidado el relax anímico que se obtenía al tomarse un momento por la mañana y comer alguna cosilla.

Así que ahí estaba yo, con un par de galletas de arroz en la mano, mascando distraído mientras reposaba mi peso en una de las tumbonas y me dedicaba a admirar un horizonte harto conocido pero aún así lleno de significados. Las casas del pueblo se apretujaban unas contra otras de manera casi aleatoria, conspirando con robar un poco más de terreno al barranco pedregoso y a los montes preñados de pinos que se extendían tras ellas, a penas surcados por una carretera o dos: una metáfora perfecta de la antinaturalidad de lo humano. Y como siempre, comencé a divagar sobre temas.

¿Qué sería, por ejemplo, de las gentes que vivían en las casas? Por lo que yo sabía, no lo llevaban bien: la nave de una empresa que estaba cerca del pueblo, que ofrecía trabajo a la mayoría de la población del mismo, estaba haciendo despidos y se rumoreaba que pronto cerraría. Los muros que contemplaba debían encerrar a gente preocupada, quizá incluso desesperanzada, que se afanaba en salir de un trance de la mejor manera posible. Pero allí seguían, de pie, en la brecha, levantándose cada mañana, comiendo. Sus niños continuaban su aprendizaje, memorizando su lección sin ser aún muy conscientes que de poco les serviría en la vida. Y así, la máquina seguía en marcha, con sus engranajes bien engrasados.

Pero, ¿por qué?

¿Por qué se levantaban? ¿Por qué comían? ¿Por qué aprendían? No había ninguna respuesta al hecho de que estuviesen allí, vivos y perceptivos, interactuando con una realidad para la que son menos que nada. Se deslomaban por ganar el dinero con el que pensaban que su vida mejoraría, pero eso sigue sin ser un motivo. Se movían de forma tan maquinal como mi mano acercando la galleta de arroz a mi boca. Ponían el mismo interés en desentrañar la finalidad de su vida que yo en mi desayuno.

Y sabía que yo era incluso peor que ellos. Sé perfectamente que, en mi desidia, hace tiempo que he tirado mi futuro por la borda, y aún eso es insuficiente. Miro atrás, reflexiono sobre quién he llegado a ser, y no encuentro un motivo sólido que justifique mis luchas, mi deseo de ser un hombre bueno. No encuentro nada que me impulse a seguir con lo que quiera que esté haciendo con mi destino en estos momentos: sigo levantándome, sigo con mis trabajos, sigo encargándome de la radio y los cineforums, sigo visitando a mi madre, pero lo hago por hacer. Y, tonto de mí, aún albergo esperanzas de conseguir pequeños goles, como un quehacer al que pueda dedicar mi vida o una persona significativa con quien compartirla. Hay quien diría que ya debería haber aprendido.

No hay una sola razón que justifique de forma inequívoca mis actos, o mi mero ser. Suelo decir que, a pesar de que la felicidad fuese un concepto imposible, su búsqueda ya daba sentido al hecho de la búsqueda misma, pero en ese momento me encontré sin palabras. No hay meta, ni objetivo, que sea tautológico. Si tengo la infinita soberbia de seguir hollando este mundo debe ser por algo muy parecido al motivo por el cual, aún sumido en mis neuras, sigo pegando bocados a la dichosa galleta de arroz.

Todo esto me ha servido únicamente para una cosa. Ahora sé mejor que nunca por qué no suelo tomarme un rato y desayunar.