¿Preparados? Os adelanto que esto os va a doler.
Este concepto, a primera vista rocambolesco, fue bautizado por el gran literato Howard Phillip Lovecraft, un hombre sin duda curioso con quien tuve primer contacto a mitad de mi adolescencia. Antes de eso, en lo que puedo llamar mis primeros años como persona con todas las letras, había desarrollado un gusto por la literatura épica y terrorífica, pareciendo casi un alemán de entreguerras redivivo: mi imaginación pendulaba entre fantasías gloriosas y horrores espeluznantes. Dentro de este segundo grupo, tuve grandes autores de cabecera como Poe, Maupassant, Jacobs o Quiroga, todos grandes instigadores del cuento corto. Siguiendo esa ruta, acabé por dar con el fascinante mundo de Lovecraft, un autor que no solo escribía y publicaba sus breves historias, sino que gracias a ellas formó un círculo de literatos interesados en las obras de horror, que intercambiaban ideas y acabaron por dar a luz una vasta obra estético-ideológica conjunta, que incluía metalibros ficticios y todo un complejo panteón de deidades y poderes universales. Un universo propio tremendamente rico, en definitiva.
Esta magna opus fragmentada se centraba en una nueva forma de llevar el terror al corazón del lector. En una época en la que el fantasma victoriano daba más risa que susto, en que los monstruos clásicos eran usados más para explorar el alma humana que para transmitir escalofríos, y en que los relatos de decadencia familiar, tortura inusual, experiencias paranormales o venganzas metafísicas solo obtenían bostezos, Lovecraft y sus allegados descubrieron la verdadera forma del miedo y la envolvieron en arte.
La forma que hallaron, la forma que arroparon, era la inmensidad del vacío.
En sus relatos, el hombre debía enfrentarse a seres de tal magnitud y poder que reducían cualquier concepto humano al estatus de papel mojado. ¿Qué sentido tiene hablar de bien o mal, de justicia o perversidad, de verdad o mentira, de mucho o poco, estando frente a un coloso que aplasta mundos al moverse como nosotros hormigas al caminar, para el que crear o destruir maravillas inimaginables es tan natural como lo es para nosotros el acto de respirar? La locura era siempre la única alternativa viable tras este tipo de experiencias, una locura total en la que el individuo pierde incluso su identidad más básica frente a una verdad incontestable: el hecho de saber que, frente a la escala del cosmos, es menos que nada. Y peor aún, debe enfrentarse a la evidencia de que todo su entramado de creencias no son más que humo y espejos.
Y es que, desde siempre, el ser humano ha tenido la presunción de pensar que todo puede ser cognoscido, y justificado o denigrado. Ha creído que puede saber de qué están hechas las cosas, que puede predecir e incluso domar la realidad, que puede dar nombres a las cosas y así aprehenderlas. Ha creído que dos mas dos son cuatro. Cuando una pura entelequia como es el dos o el cuatro no tienen siquiera visos de ser reales de un modo concreto, como tan brillantemente demostró Wittgenstein. La realidad no necesita reglas, no las quiere: somos nosotros los que, desesperadamente, nos esforzamos por convencernos de que nuestro entorno puede adecuarse a concepciones preexistentes o puramente virtuales. Cualquier lenguaje, ya sea hablado, escrito, numérico o incluso anímico, no es más que un conjuro que teje alrededor del individuo la ilusión de que todo tiene un sentido que él puede comprender. Una bonita burbuja en la que es libre, y puede responder de sus actos.
¿Y qué hay tras la burbuja? Distancias tan abismales que no pueden ser concebidas por la mera imaginación humana, y el devenir de un tiempo eterno que causa mareos con su sola intuición. El Universo no necesita del hombre, ni realmente de nada; le va bastante bien solo, muchas gracias. Enfrentados a este exterior extraño e incomprensible, a la humanidad no le queda otra que olvidar la esperanza, perder la cabeza, y aullar con la garganta rasgada para poder entonar vocablos alienígenos con toda la potencia de sus pulmones “¡¡¡Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn!!!”.

Y hasta aquí mi alegato. Ahora que ya os he vendido la moto, he de confesar que realmente no pienso todo esto que he dicho, simplemente me he limitado a expresar las ideas lovecraftianas mas básicas. El problema del que hablaba en la entrada que mencioné al principio de este texto no proviene de aquí, y tengo mis propias respuestas a los enigmas que he planteado. Para empezar, que Wittgenstein era un estirado hijoputa lo tengo clarísimo.
No, lo que quiero ver es cómo respondéis vosotros. Si podéis.