miércoles, 18 de febrero de 2009

El club Silencio



No hay banda.

No hay banda, y sin embargo oímos. Y en el acto de oír, hacemos nuestro lo oído. Convertimos los sonidos en un tamiz de sensaciones, porque nos sentimos impelidos por ellos, hablados desde una instancia superior, interna o externa. Porque los sentimientos, los sueños, las esperanzas que encontramos, han de tener por fuerza un germen. Porque, bebiendo de la experiencia, damos paso a la razón: ese ligero sonido picante me produce un cosquilleo verde, y por tanto debo estar alegre; aquél estruendo afilado me sitúa ante la visión del cuadro vertiginoso, y por tanto debo estar sereno; o ese continuo ruido sibilante obnubila mi tacto, y por fuerza estaré triste. Sinsentidos que se prolongan hasta el final de su consecución, pero que igualmente sentimos. Y nos sometemos, no sin cierto deseo.

Porque no hay banda. No hay orquesta. Y sin embargo, debe haberla. Porque estamos aquí, y no es posible que estemos solos. No es posible que seamos solo eso.

Pero no la hay. Todo son daimones, genios ilusorios, espectros de muerte comerciando con gamas de humanidad para ocultar su desnudez. Para ofrecernos falso consuelo y hacernos olvidar los únicos miedos legítimos que podemos tener, los temores al infinito, al vacío de la inmensidad lovecraftiana. Y entonces trocamos nuestro rostro, y transformamos el júbilo liberador que nos otorgan sus alhajas en máscaras de nuevo miedo o recién inventadas alegría y tristeza. Con ellas corremos a exhibirnos ante el gentío, conscientes de su infinitamente compleja hermosura pero descuidados de su misterio, mientras gozamos de su impacto y del cambio que produce en las máscaras de quienes nos sondean o por los que nos interesamos. Gigantino teatro éste, magna mascarada, de pasos tan rebuscados que se diría obra de un enfermo, donde danzamos bien dispuestos.

Pero no hay banda, no. Nos ocultaremos por siempre esta perspectiva, para no ver su absurdo. Nuestro absurdo.

Porque, ¿quién se atreve a decir que nuestras lágrimas no son legítimas? ¿Que esas mariposas no están en nuestro estómago? ¿Qué la bilis no inunda nuestra boca, y la sangre no ciega nuestros ojos? Eso es real. Es real. ES REAL. Está ahí, queramos o no (aunque siempre queremos, siempre), y tengamos o no razones para alojarlo en nosotros.

Y con todo, no hay banda. Nunca la hubo. Todo es una ilusión.

Todo es.

Una.

Ilusión.

Escuchad ahora, amigos míos, escuchad y estad atentos:










Escuchad el Silencio. Disfrutad ese instante ínfimamente minúsculo pero ominoso, en que sois vosotros por fin, desnudos, originales, íntegros. Reales. Por fin, absoluta e inequívocamente, reales. Liberados por la catarsis del enfrentamiento metafísico, absueltos de las dos pesadas cadenas de los mundos exterior e interior.

Pero aún así, sin ser libres. La libertad es siempre una cadena, necesaria, sí, pero no por ello menos engorrosa. Y volveremos por ella al vals lunático, con sus sensaciones desconcertantes, sus responsabilidades, sus protocolos y su inseguridad. Porque ahí también hay algo nuestro, pero no por ello hemos de olvidar lo aprendido: que tras toda la apariencia subyace una sustancia, un algo primordial que siempre debemos tener en consideración. Como el campesino del cuento corto “Ante la Ley”, de Franz Kafka, nos encontramos ante algo que jamás podremos tocar, pero que está ahí y es para nosotros, y de nosotros.

Volved ahora a vuestro concierto, es un retorno necesario y no quiero retrasaros. Por mi parte, haré lo propio.

Propicia existencia.