lunes, 9 de febrero de 2009

Un tío que surgió del frío

Parafraseando libremente a Grant Morrison: esto no es una historia. No va de nada. Leedlo si os apetece.

Este invierno llega a sus postimetrías, y como siempre me pasa cuando sucede, siento que se me ha jodido el tenderete. Este año, de hecho, lo siento doblemente: supongo que mucha gente querrá mi cabeza tras leer esto, pero ha sido un invierno de mierda. Pocos días fríos, y de poca calidad, valga el refinamiento innecesario.

Por mi físico y actitud peculiares, estoy acostumbrado (aunque no complacido en absoluto) a atraer miradas sobre mí, y más en invierno, donde al parecer destaco por llevarle la contraria al mundo con mi costumbre de no llevar nunca ropa de abrigo de ningún tipo. Esto es porque ya desde bien pequeño el frío me ha producido una curiosa sensación de placer de la que gozo sobremanera. Normalmente, a quien me pregunta le digo que no experimento sensación alguna de frío, para no tener que explayarme en algo que igualmente caería en saco roto, pero aquí debo confesar la verdad: siento el frío igual que todo hijo de vecino, o al menos eso creo, ya que no puedo mesurar las sensaciones ajenas. Y es precisamente este sentir el que me agrada.

Conservo en mi recuerdo con claridad meridiana los dos momentos más fríos de mi vida. El primero, el más intenso, durante mi niñez temprana, una noche de Navidad en que había sido arrastrado a celebrar el evento con mi familia en la pequeña casucha de campo que mi abuelo paterno tenía en Segart, durante un invierno que dejaría a los recientes a la altura de un abanicamiento de pai-pai. Un primo mío y yo logramos, a altas horas de la madrugada, burlar la vigilancia de nuestros borrachos padres para salir a jugar fuera, siendo el último de estos juegos una tonta competición de resistencia en la que nos quitamos los abrigos y nos quedamos bien quietos, sentados en un banco, dejando que el viento inclemente nos considerase sus juguetes. Fue ahí, liberado de la sobreprotección materna conformada por gruesas capas de abrigo, que descubrí este singular goce mío, absurdamente indescriptible. El segundo momento, avanzando algo en el tiempo, se dio durante una excursión con el colegio a un bonito paraje montañés que, para mi maravilla, estaba nevado. Durante una de las caminatas, le presté mi chaqueta a una compañera que no dejaba de quejarse de la temperatura, en un falso alarde de galantería que disimulaba mi deseo de experimentar ese sentir lacerante en mis miembros desnudos. Para cuando me descubrió el tutor, tenía unos hermosos brazos morados hasta donde quedaba mi manga, bien subida, y también, aunque esto nadie nunca lo supo, una de las mejores vivencias de mi vida. Por supuesto, se han dado otras ocasiones, como la que siempre sale a coalición cuando se da el tema y uno de los testigos del suceso se encuentra cerca, durante el inolvidable viaje a París-Brujas-Gante, en que mi cabezonería de degustar los helados de la zona en manga corta, en medio de aquél delicioso clima nórdico, causaron impresión y habladurías.

Y de allí, aquí, como siempre. Desde esa primera experiencia infantil he seguido procurándome siempre que he podido el que a día de hoy es uno de los pocos placeres puramente físicos que me quedan, en contrapartida a los muchos psíquicos que he ido cultivando. Y ha acabado imperando en muchos aspectos de mi vida. Sigo, por ejemplo, prefiriendo la comida un poco fría, las duchas de agua fresca, los tejidos porosos en confección holgada y, en mi escasa vida sentimental, me sorprendía a veces más excitado con el roce de unos brazos o unos hombros fríos que palpando otras zonas característicamente cálidas. Esto me hace pensar, a veces, si ese primigenio y aparentemente intrascendente trastoque de valores me ha marcado como persona.

Soy un tipo esencialmente racional. Quien me conozca un poco, en persona o habiendo leído estas pajas mentales del blog, sabe lo obtuso que puedo llegar a ser para ciertas materias. He sentido fuegos en mí, eso es cierto, llamaradas de pasión, luminiscentes y hermosas… y temporales. Perecederas. Porque una hoguera que arde mucho es difícil de mantener, y la vida, como el universo, es entrópica. Pronto vuelve la vena mental, con sus heladas herramientas, dispuesta a normalizarlo todo, a verbalizarlo y a almacenarlo para su aprendizaje. Y es entonces cuando verdaderamente estoy cómodo, en mi elemento, lejos de esos estallidos de calor que me dejan anonadado y confuso. Es entonces, y solo entonces, cuando puedo ser yo. Y esto, se ve, es algo que no comparte la humanidad conmigo, aunque aún puedo controlarlo y luchar por ello.

Pero (aún) no controlo la naturaleza y sus estaciones. Pronto llegará de nuevo el verano, como tiene por desagradable costumbre hacer, y me veré de nuevo fatigado, sudoroso y miserable, en mi cruzada por tapar mi cuerpo tras ropa oscura y amplia debido a mis complejos. Sin embargo, hay otra cosa que me perturba más, que emponzoña con bilis mis éxtasis invernales. Una pequeña vocecita, a penas audible, que susurra siempre en mi cabeza, finalizados mis pequeños placeres.

Una vocecita acerada que susurra “¿es bueno ser tan inhumano?”

5 comentarios:

Galena dijo...

Hola, pasaba por aquí durante un descanso en la facultad, estaba escuchando algo de Muse, y leyendo se me ha olvidado hasta la música. Me ha gustado leerte. Saludos.

Javier dijo...

La última pregunta, aunque retorica... Desde mi punto de vista es un sí, porque me gusta la gente que tiene sus propias peculiaridades.

Cristina dijo...

No creo que amar el frio sea inhumano. Yo en verano tambien lo paso muy mal, y a veces me gusta el frio del invierno. Cuando hace frio siempre estoy fria y no me molesta. Yo creo que no tiene por que afectar a la personalidad, creo que es algo puramente fisico-biologico, o lo que sea... endocrino? No se. Quiza lo que te afecte no sea el frio en si, sino la reaccion de los demas ante la situacion. Si los demas aceptaran que te gusta el frio, no te darian tanto la lata y no te sentirias tan "raro" en ese tema. Yo desde luego, al menos en ese aspecto, no veo nada extraño. Cada uno tiene su sangre.

F·4·I·LL·3·N: dijo...

No es tanto inhumanidad como sobrehumanidad.

El gusto por los limites, la belleza de lo natural llevado a los extremos, el conocimiento de unos elementos que muy pocos son capaces de admirar.

Yo tambien soy un firme admirador del Frío, sin embargo, y admitolo, prefiero el calor ^^

Dídac Gimeno dijo...

Pues eso,vaya viaje el de aquel año! Helados en la nieve y por la noche un momento cumbre en nuestras vidas: ¡la primera cerveza!
Si te gusta el frío man, avanti con él! Desde luego a mí, las manos de una mujer me gustan como los baños: a 37º