sábado, 2 de agosto de 2008

Almas bañadas en ácido

Tuve un desliz respecto a mi juramento inicial, lo reconozco. Hace algunas entradas, en la dedicada al cine, hice referencias “disimuladas” a las religiones que al parecer fueron bastante obvias. Bien, no quería hablar directamente de ningún tema de trascendencia política o social, pero debo admitirlo: cualquier religión organizada me parece una prisión para el pensamiento y para el alma. Lo sé mejor que muchos otros, porque antaño pertenecí a una.

Y es que tener creencias es algo peligroso, un instrumento de doble filo. Son necesarias para moverse por el mundo, de acuerdo, pero también son casi imposibles de cambiar, e inducen a fanatismos. En el caso de las creencias éticas, las más comunes, la cosa puede ser llevada de forma más o menos racional: la fuente de tales sentencias siempre es quien las acoge, pudiendo apoyar, respetar u oponerse a otras concepciones bajo su propia responsabilidad. Son creencias abiertas a un diálogo más o menos franco, con miras a puntos comunes. La cosa cambia de manera espeluznante cuando la fuente de la creencia es una instancia superior. En serio, me parecen francamente risibles todos esos intentos de diálogo interreligioso, por lo absurdo de la propuesta: no puede haber paridad entre dos dogmas que se autorreconocen como inspirados por un ser (o seres) superior y perfecto. A menos, claro, que hablen de las cosas terrenales, en cuyo caso son como cualquier otro gobierno con ínfulas. Lo cual no me parecería mal del todo, de no ser que para mantener compacto a su rebaño usan el método más rastrero conocido por la humanidad.

Feuerbach tenía razón al enunciar su explicación mítica sobre el origen de Dios. Cuando el hombre se observó por primera vez sobre una superficie reflectante, traspasó todas sus virtudes a la imagen especular, a la que comenzó a adorar, mientras él se quedaba tan solo con las sobras negativas. Es la historia de toda religión, de la primera a la última. El hombre no desea la responsabilidad de su propia luz interior, y la encarna en un ser externo para no moverse solo por el mundo. Por comodidad. Por miedo. Y siempre habrá cerca seres astutos y ladinos que aprovechen para proclamarse enviados de tal quimera y poseer así las voluntades de cuantos la crearon. Desde sus altares, instruyen rezos repetitivos y alienantes prometiendo a los fieles que su luz les será devuelta en este u otro mundo maravilloso. Y lo cierto es que la luz nunca salió del pecho de ningún adepto, convirtiendo la fe en la más absurda de las estafas, la de vender algo que ya es poseído. En este aspecto, el budismo es la única religión que no merece mis iras (aunque tampoco se gana mis respetos, puesto que su supresión de todo deseo es, como cualquier intento de despojar al ser humano de algo que le es propio, un mecanismo de control tiránico) gracias sobre todo a las enseñanzas de Bodhidharma. Ha sido hasta la fecha el único líder religioso que ha prescindido de tradición para adoctrinar a sus adeptos. Entre sus enseñanzas se encuentra el famoso “si ves a Buda por la carretera, atropéllalo”, o lo que es lo mismo: si Buda alcanzó la santidad suprema, el Nirvana, por sus propios métodos, lo único que demostró es que cualquier persona tiene el pontencial de hacerlo en su interior, sin seguir necesariamente sus pasos. Hermosa premisa, sin duda.

Mucha gente saltaría ahora para refutarme. “Hey, Cabeza de Hierro, olvidas que el objetivo de la fe es elevar a las personas, aunque sus métodos no sean los mejores la idea de éstos es provocar el crecimiento espiritual, y eso es algo que respetamos y ensalzamos”, dirían, y tendrían razón. Hay ocasiones en que el fin justifica ciertos medios, vaya. En un contexto habitual, cualquier detractor de la fe citaría las barbaridades históricas perpetradas por la gloria de un símbolo religioso, que no son pocas, pero voy a abstenerme de esto. Vivimos en el presente, y nuestra época ha acabado casi completamente con cualquier oscurantismo, haciendo que todo tipo de conocimiento está al alcance de quien quiera poseerlo. No es que las religiones hayan contribuido mucho a crear este estatus quo, pero he de reconocer que se han adaptado muy bien a la corriente imperante. Y aún así, me pregunto muchas veces si de verdad el objetivo de la creencia es el avance humano. La fuente de mis dudas es la religión más cercana demográficamente a mí, y supongo que también a todo aquél que lea esto: la fe católica.

Ya lo dije al principio, durante mi infancia y parte de mi juventud fui católico. Instigado por mi curiosidad innata, me empapé de todo su folklore, y creo que ahora mismo no hablo sin saber. Recuerdo perfectamente el momento en que perdí la fe: fue durante una misa en memoria de mi fallecido abuelo materno, hecha en la iglesia del pueblo. El templo estaba casi vacío, a excepción de mis familiares y unas cuantas mujeres mayores que, al parecer, pasaban allí la tarde entera por pura costumbre. Y me di cuenta de que estaba rodeado por algo que no me gustaba, algo horrible. Me ví inmerso en un pozo poblado por criaturas atiborradas de una fe que no les reportaba ya no conocimiento, sino esperanza, ilusión. Como diría el personaje de la Musa en esa visionaria película de Kevin Smith que es Dogma, no celebraban su fe, la sufrían. Oían sin escuchar las bellas enseñanzas de ese gran ser humano que fue Jesucristo, rodeados sus ojos por imágenes de su horrible agonía final. Se movían más por temor al Dios todorrencoroso del Antiguo Testamento que por el mensaje de amor universal y perdón incondicional. No querían conocer su fe, informarse de sus ofertas, solo querían creer por creer con la esperanza de ser recompensados y alcanzar la salvación, movidos por un interés mórbido y malsano. Comprendí en ese instante que mi espíritu peligraba en un lugar así, que había quien quería empequeñecerlo, corroerlo.

De ese comienzo a mi férreo ateísmo actual hay, por supuesto, muchos pasos. Contemplar la religión desde un punto de vista externo me ayudó a distinguir sus trampas de lazo. Y el caso es que, curiosamente, no he cambiado demasiado desde entonces: sigo intentando amar a los demás, ser amable y corresponder lo dado con una recompensa afín. Trato de ser un buen samaritano. Pero la razón de mis actos soy yo mismo, mi propio honor y conciencia. Incluso si Dios tuviese una existencia real, no le estaría agradecido por mi presencia en este mundo, puesto que no fui consultado acerca de mi creación, ni le debo nada al no necesitar ningún padre celestial que me premie o me castigue.

Ahora soy la medida de mis actos, y creo que eso me hace un poco más digno. Como ya declamó el demonio Etrigan en las postimetrías de su propia colección de comics: “¿Qué les dijisteis a los despreciables que con grandes aspavientos agitaron frente a vosotros su enorme libro de reglamentos? Les dijisteis: escuchad, idiotas ineptos, ¡meteos donde os quepa vuestro libro de preceptos! Rehusasteis su paraíso amable, donde todo es suave, brillante y adorable, donde solo hay un único pensamiento, donde la elección ha sido aplastada hasta los cimientos. ¡Era todo lo que teníais y decidisteis quedároslo! Y a cambio os llamaron malos. Así que dijisteis: sí, me importa un comino. ¡Iré al averno! ¡Mostradme el camino! ¡Ocuparé mi lugar en el juego! ¡Mi guía será de la perdición el fuego! ¡Por el abismo caminaré con dignidad! ¡Dadme el infierno… y la libertad!”

Y los demonios mienten, sí, pero no aquí. Esa es una verdad tan grande como cualquiera de las suntuosas catedrales que pueblan nuestra geografía.

2 comentarios:

Bettie dijo...

Todavía no me veo con fuerzas, o más bien, con seguridad, para hablar de religión. Hablo mucho y mal de los clérigos, pero todavía no se si tengo fe. Y en los últimos tiempos me he encontrado con gran cantidad de ateos que han intentado limpiar mi alma del tinte de fe que le queda. Pero su escepticismo se basa en la falta de demostración. Sin embargo, así no van a convencerme. No puedo demostrar que Dios existe, pero ellos tampoco pueden demostrarme que no es así.

Desde luego que el dogma católico y las encíclicas papales no son en lo que creo. Es curioso. No se en lo que creo, pero sí en lo que no creo.

No se, a ver si algún día de estos me aclaro y puedo comentarte con algo más de fundamento.

Un saludín.


PD: nadie te haría unas réplicas tan profundas como las que tu te haces a tí mismo, o al menos ,eso creo.

Anónimo dijo...

Hola. Gracias por este espacio. Personalmente recomiendo la lectura de un libro que tiene vida, lleno de energía y consciencia. Explica el funcionamiento de la mente, y el apasionante viaje que el autor ha realizado para experimentar un cambio interior bello y profundo. El libro se titula "Viaje a la Divinidad-Muerte en vida". Nos explica y cuenta las experiencias en el silencio, soledad física (que no interior), meditaciones, contacto con distintas energías o Consciencias y las trampas que la mente origina en cada proceso. Es un texto revelador e importante el mensaje que trasmite. Se puede ver información en cualquier buscador, o en el sitio de Internet que he puesto.

http://viaje-a-la-divinidad.lacoctelera.net/

Es una lectura trasformadora. El libro puede ser para muchos el detonante para el comienzo de un despertar o la continuación al mismo, con consciencia de las estrategias mentales y así fluir conscientemente con la vida.
Que disfrutéis.