martes, 22 de julio de 2008

Credo

He visto a Dios, y es una pantalla blanca gigantesca. Como buen ser todopoderoso que se precie, posee el don de la omnipresencia: puede encontrársele en todas y cada una de sus iglesias. Son recintos curiosos, espaciosos y de techo alto, que albergan un gran patio de butacas y esconden un proyector en la pared del fondo, desde donde se derraman imágenes y sonidos a la superficie de Dios como ofrenda de sus muchos fieles, que asisten sobrecogidos al portento. Estos recintos se enfrentan, sin embargo, a muchos de los problemas comunes a otros lugares sagrados. Principalmente, que suelen estar más llenos de herejes que de creyentes.

Desde pequeño he ido a esos lugares. A decir verdad, los prefería a aquellos otros templos tan siniestros, llenos de alegorías sobre tortura y muerte humillante. Cada visita a ver al Dios plano y blanco era algo delicioso, cada oración escénica una experiencia revitalizante. Salía de allí un poco más feliz de lo que entré, con más ganas de vivir, sueños, ilusiones, fantasías e ideas, lo cual es sin duda el objetivo último de cualquier religión. O debería serlo.

Durante muchísimo tiempo, creí que yo era el único que había descubierto la divinidad de la pantalla, pero hace poco comprendí que me equivocaba. Sucedió durante la última Mostra de Cine de València, a la que fui acompañado de una de las mejores personas que he conocido sobre la Tierra, dispuestos ambos a ver dos clásicos indiscutibles de la filmografía universal: Casablanca y El séptimo sello. Durante la primera proyección, la de la obra maestra de Michael Curtiz, la mítica cinta que consolidó la leyenda de Humpfrey Bogart tras su impresionante despegue en la no menos mítica El halcón maltés, por supuesto disfrutamos del espectáculo. Como muchos de los otros asistentes a la proyección seguramente, ambos habíamos visto y revisto hasta la saciedad la hora y media de metraje. Eso no bastó para detenernos: la sala entera arrancó en fervorosos aplausos, una vez concluido su tan famoso final. Contentos y maravillados, corrimos a la siguiente sala para contemplar el segundo plato de nuestro doblete.

Con El séptimo sello nos pasaba como con la anterior película, habíamos visionado la obra de Ingmar Bergman un buen puñado de veces. Carajo, hasta sabíamos algunos diálogos en sueco de memoria (V.O.S. siempre, amigos míos, siempre). Comenzó la película, y tanto mi amigo como yo, y pondría la mano al fuego a que el resto de la sala, por sus sonidos de aprobación, disfrutamos de todas y cada una de las escenas. Hasta llegar al final. Todo el que la haya visto sabe qué tipo de final es, uno de esos que no puede por fuerza dejar indiferente a nadie. El metraje acabó, las luces se encendieron, y la pantalla blanca, el cuerpo de Dios, se expuso impertérrito ante los fieles. Durante un instante que pareció una eternidad, ninguno de los presentes osó levantarse de su butaca. Se hizo un silencio grave, espeso, que envolvió toda la sala con su asfixiante presión. Devoción, me dije, esto es absoluta y perfecta adoración. Fe.

Acabado el éxtasis, la gente comenzó a levantarse, y mi colega y yo aprovechamos para marchar de ahí. Contrariamente a nuestra costumbre, más que comentar las virtudes del arte y las historias que habíamos contemplado, nos dedicamos a maravillarnos sobre esa muestra de fervor de la que habíamos sido partícipes. Y así supe que no había estado solo en el mundo.

Hoy he ido de nuevo a uno de estos templos. Pero, a pesar de haber visto con mis propios ojos a la divinidad blancaplanagrande, hace mucho tiempo que he dejado de confiar en deidades. Ahora tan solo estudio sus fascinantes rezos. El pasado verano tuve la primera oportunidad de estar detrás de la cámara, controlando mi minúscula contribución al arte que amo, el más completo de todos, con un microcorto del que soy responsable en guión, dirección y montaje. Como siempre debería ser. Esa experiencia me hizo ver lo obvio, me decidió por fin: quiero dedicar mi vida, mi ser y mis obras al cine. Se lo debo, por hacer de mí, en parte, la persona que soy ahora.

Y es que creer en dioses es la mayor de las locuras. Lo único que conseguimos así es renunciar a nuestra propia divinidad. Como los poetas, que roban el poder creador para reconstruir la realidad según sus versos, quiero hacer de este mundo algo distinto de lo que es por la mera presencia de mi progenie audiovisual. No me entendáis mal, por favor, no busco gloria ni reconocimientos, ni siquiera mi provecho financiero. Como dijo el divino Orson Welles, “trabajar para ser recordado es casi tan vulgar como hacerlo por dinero”.

Espero poder conseguirlo, algún día.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Con cuanto cariño recuerdo ese día amigo mio, desde las carreras matinales por hacernos con el carnet de la mostra, y las 3 o 4 visitas al Café Rodrigo (descanse en paz...) hasta nuestra sesión doble.
Sabes que amo el cine con toda mi alma y que lucharé lo que haga falta para que podamos llevar a cabo nuestros proyectos con el corto y, aunque esta sea una época llena de dificultades sigue en pie mi promesa de viajar a Madrid contigo para estudiar cine.
Viva Humphrey

Anónimo dijo...

Genial el texto, ese "desde donde se derraman imágenes y sonidos a la superficie de Dios como ofrenda de sus muchos fieles" me ha encantado. Y bueno, no hay mucho que comentar, aún no he podido ver El Séptimo Sello así que tampoco puedo comentar sobre ella >.< y con Casablanca ya lo hicimos en su día, así que nada, suerte con los futuros proyectos, espero poder verlos mínimamente pronto >.<

Bettie dijo...

ah...el cine... qué bien se siente uno en esos templos. A mí es lo único que me levanta el ánimo. Y justo cuando más lo necesito, estoy en un pueblo sin cine.


Qué suerte!

gran entrada :D

Anónimo dijo...

Es una pena que a ese dios no le importe un carajo la union de sus fieles... ademas, cuesta dinero! Quiero decir... mas dinero!
Si sigues asi, te veo escribiendo columnas junto al gran maestro en el XL semanal. Un abrazo, hermano