martes, 8 de julio de 2008

Espíritus en el asfalto

Soy un urbanita redomado e impenitente, no puedo ocultarlo. Consigo un placer íntimo y secreto deambulando por las calles de una ciudad grande, sintiendo el latir del asfalto bajo mis pies. Me extasío cuando, de madrugada, mis amigos y yo salimos del pub de turno, preparados para ver amanecer, y caminamos hacia el parque más cercano por calles inhóspitas que hacemos nuestras, sintiéndonos los reyes de la creación. Cada calle con su historia, miles de personas deambulando por las avenidas, dando vida a los edificios que pueblan como monolitos la vista del horizonte, cada bocanada de aire cargada con ese tóxico pero embriagador perfume. Cuán diferente de la anónima piedra del monte, la arena de la playa o el bucólico encanto profundo de un pueblo.

Las urbes son el triunfo definitivo del hombre sobre la naturaleza. Rechazando lo existente, construímos de la nada un lugar idóneo para nuestro tren de vida: un medio ambiente por y para las personas. Y como siempre, se establece una simbiosis entre creador y creación. La ciudad es nuestra, pero nosotros también pertenecemos a ella. Porque está viva, y a cambio de sus dones (su sangre en forma de agua corriente llenando nuestras bocas, su sistema nervioso abrigándonos con luz y calor, su sistema inmunológico eliminando nuestros desperdicios, sus arterias allanándonos el paso) exige en pleitesía un poco de nuestras esencias. Yo al menos pago con gusto.

Adoro las ciudades. Y sé que ellas me corresponden. Tuve esta certeza una madrugada de hace mucho tiempo, en la que el azar me propició un encuentro con un espíritu de la ciudad: un mendigo. Nadie como ellos conoce mejor a las diosas de ladrillo y cemento, y saben lo terribles que pueden llegar a ser.

Aquella noche me había corrido una juerga especialmente salvaje, y uno de mis amigos me ofreció amablemente una cama en su casa para que pudiese recomponerme antes de partir hacia la mía propia. Me levanté a las 6:30, tras a penas hora y cuarto de sueño para nada reparador, y me encaminé hacia el metro. Durante el trayecto, fuí abordado por aquel hombre, con barba de varios días, chándal que de seguro había visto épocas mejores, y un aura olorosa que denotaba la dura existencia diaria que sufría. Se acercó a saludarme, y le devolví el detalle: siempre he sentido un gran respeto por esa gente. Comenzó a caminar junto a mí, y a contarme su historia, mientras yo respondía diligentemente a las preguntas que me dirigía en ocasiones. Cuando estaba por acabar, lanzó al aire una última cuestión...

"¿Lo sabes? ¿Sabes cómo es vivir así?"

Le contesté sinceramente con la única réplica que tenía. Le dije que no, no podía imaginarme cómo era la vida del vagabundo. Realmente, a penas puedo expresar de manera coherente el horror que siento al intentar imaginar mi vida si no tuviese un refugio al que llamar mío, destetado del dulce pecho de mi ciudad. Aún hoy sigo sin hacerme esa idea, el intento de enumerar las penalidades de esa clase de existencia me abruma.

Y entonces ocurrió. Sentí que de repente caminaba solo, y al girarme topé con el vagabundo, inmóvil unos pasos por detrás de mí. Su cara, sus ojos, en un rictus de asombrada incredulidad, contemplándome. Hubo un instante de silencio entre ambos, durante el cual me sentí anonadado. Al final, él tomó la palabra, y tan solo profirió un lacónico "eres una buena persona", antes de girarse y desandar el camino que hicimos juntos. Me sentí extraño, sobre todo porque no le había dado esas monedas sueltas que de seguro tenía la intención de pedirme cuando se acercó a mí. En cuanto me recuperé de la impresión, seguí mi camino, llegué por fin al metro, luego a mi casa, y allí me acosté para dormir la mona.

No fué hasta algún tiempo después cuando comprendí el cambio que había obrado en mí aquel espíritu del asfalto. Caminaba junto a una amiga mía por la cuenca seca del río Turia que atraviesa Valencia, y pasamos bajo uno de sus puentes. Aquello era un vergel de vida suburbana, con cubículos de carton y gente bañándose en una fuente cercana, todo bullendo de actividad. Noté el apretón en el brazo que me profirío la chica, intranquila y mirando a ambos lados, su paso acelerado deseoso de salir de allí. Pero fué la única que sintió eso: yo hice el trayecto despojado de todo temor. Fué la primera vez que acepté a la ciudad en toda su plenitud, en su magnífica grandeza.

Desde entonces, no tengo miedo. Tributo a las ciudades como se merecen, y ellas a cambio me narran sus cuentos, escritos por todos lados en un lenguaje arcano harto olvidado.

5 comentarios:

Bettie dijo...

Bueno, estamos en mundos distintos. A mí me parece que las ciudades son el culmen de la violación del hombre hacia la naturaleza (parezco vandana shiva XD) y las odio con todas mis fuerzas.

Soy una pequeña "Bernard Marx".

Un beso, y me pasaré por aquí regularmente ;)

Anónimo dijo...

Ese día fue el que prendimos fuego a la barra del jazz café? a ver cuando repetimos!

Anónimo dijo...

^ Eso me lo tendras que contar xDD y veo que empieza a tener éxito el blog, enhorabuena.
Con las ciudades me pasa exactamente lo mismo, aunque prefiera ir acompañado el 99% de las veces (aunque sea por el mp3), no me importa volver despues de una buena salida de gomila hasta mi casa a pata, estar esas dos horas rondando por las calles de la ciudad con los espíritus del asfalto deambulando por ellas. Y lo mismo con los vagabundos, no es solo respeto hacia ellos, sino también simpatía, lo cual me ha brindado más de una anecdota como esa tuya (de hecho, una de las canciones que tengo pendientes habla de un vagabundo, aunque ese no sea el mensaje real).

Javier dijo...

Me ha gustado, lo que has escrito. Me ha recordado a la esencia de Midnight Nation.

Skale dijo...

las urbes son un puto caparazón que nos guarece del mundo...

personalmente, yo prefiero enfrentarlo. Que use la comodidad y falsa seguridad de la cuidad para ello no implica que no lo haga.